domingo, 15 de noviembre de 2015

FRAGMENTOS LITERARIOS. "Palinuro de México", novela de Fernando del Paso, Premio Cervantes 2015


   Así comienza la novela:

1. La gran ilusión

La ciencia de la medicina fue un fantasma que habitó, toda la vida, en el corazón de Palinuro. A veces era un fantasma triste que arrastraba por los hospitales de la tierra una cauda de riñones flotantes y corpiños de acero. A veces era un fantasma sabio que se le aparecía en sueños para ofrecerle, como Atenea a Esculapio, dos redomas llenas de sangre: con una de ellas, podía resucitar a sus muertos queridos; con la otra, podía destruirlos y destruirse a sí mismo.
Entre sus muertos queridos estaba —o estaría algún día, cuando en su pecho dejaran de escucharse las crepitaciones infinitesimales que lo ahogaban, oscuras y apenas perceptibles como un aleteo de mariposas— el tío Esteban, uno más de los seres queridos o admirados por Palinuro, que como él estaban vinculados desde siempre con la medicina. En efecto, el tío Esteban, que tenía manos largas y blancas capaces de copiar en el aire una operación maestra, y ligar con dos arabescos la arteria ilíaca de John Abernethy, el cirujano inglés que cien años antes había inventado la misma operación para asombro de la posteridad, el tío Esteban, decíamos, soñó también con ser médico algún día.
Las campanas de la catedral de Leopoldstadt tocaban a rebato cuando el tío Esteban nació, a la orilla izquierda del Danubio, en un imperio que se extendía desde la Transilvania hasta los picachos helados del Tirol. Su padre, médico cirujano y músico de cámara los domingos y días festivos, lo levantó en sus brazos y lo consagró a todos los dioses de la medicina por él conocidos: Apolo, Danavandri, Esmuno el fenicio y Khors el eslavo. Pero en 1916, o sea cuando el tío Esteban tenía 16 años porque había nacido exactamente con el siglo en el que se cumpliría el vaticino de Von Hofmannsthal, y Austria se derrumbaría y con ella la Kakania entera —muerto ya su padre y lejos de los instrumentos quirúrgicos y de los libros que había heredado— el tío Esteban, que estudiaba entonces en Berlín, se vio de pronto enrolado en las filas del ejército alemán.
Y esto decidió para siempre su destino, el de Estefanía y el mío. En julio del mismo año el tío Esteban participó en la Batalla del Somme y gracias a que una bala se desvió unos milímetros y no le perforó la aorta, el tío se salvó de ser uno de los cuatrocientos mil soldados del ejército alemán que quedaron en el campo, y cuya sangre se mezcló con el jugo de las remolachas francesas mientras los buitres se llevaban en sus picos las páginas de La Estrella de la Alianza. Esta fue la primera vez que el tío se salvó de la muerte.
Durante los primeros meses que pasó en el hospital —si hospital podía llamársele a esa serie de tiendas de campaña sucias y hediondas donde conoció a la enfermera polaca—, el tío Esteban tuvo oportunidad de leer varios libros de cirugía y de medicina, y de confirmar una vez más su vocación. Se prometió que cuando acabara la guerra iniciaría sus estudios facultativos y que con el tiempo llegaría a ser un cirujano de prestigio en su querida Budapest. Cualquiera hubiera dicho que el tío Esteban pasó una mala temporada entonces: iba de una complicación a otra, de una fiebre recurrente a una disentería, de una infección a un delirio. Y además, y para colmo, hubo necesidad varias veces de transportar al hospital con todo y heridos y moribundos. El tío Esteban nunca supo, por ejemplo, si soñó o fue verdad que en una de esas ocasiones lo llevaron, Alpes arriba, en una camilla que colgaba de un trole aéreo. Pero el caso es que el tío Esteban, absorto en sus dos amores: la medicina y la polaca, pasó en el hospital algunos de los días más deliciosos de su juventud.
Entre una convalecencia y otra se transformó en ayudante de la polaca y aprendió a confeccionar vendajes: la capelina simple, el vendaje de Velpeau y el vendaje de fronda, el guantelete. Después, cuando se acabaron las vendas de algodón, le enseñaron a improvisarlas con musgos esfagnáceos. En pocas semanas, el tío Esteban ya era capaz de aplicar una sonda gástrica o de ponerle a un camarada sifilítico una inyección intravenosa de Salvarsán; y en esas mismas pocas semanas podía diagnosticar una sepsis, recetar una venesección a una víctima de los gases tóxicos, interpretar el sombrío pronóstico de las gráficas de temperatura que mostraban oscilaciones en aguja de campanario, y aplicar soluciones de agua y sal fisiológica en las heridas para estimular la producción de pus. Pero también el tío Esteban se encargaba de realizar una serie de tareas humildes que fueron, más tarde, el mejor ejemplo que pudo darle a Estefanía, como eran simplemente limpiar las encías de los heridos, lavarles el cuerpo con ungüento de zinc y ricino cuando se ensuciaban en la cama, o espulgarles la cabeza en busca de piojos.
«Nada abundó más en la Gran Guerra que los piojos —le contaba el tío Esteban a su hija Estefanía—. Piojos, había más que alemanes, rusos e ingleses juntos, multiplicados por mil.» Cuando el tío Esteban y la enfermera polaca hacían el amor, ya fuera en una de las viejas ambulancias tiradas por caballos al estilo sudafricano, o en un laboratorio bacteriológico móvil, siempre, al final o en los intermedios, se quitaban uno al otro los piojos. Luego se dormían o volvían a hacer el amor después de amarrarse a la cabeza una cuerda de lana impregnada con mercurio y cera de abejas. No por eso se querían menos: siendo ella enfermera y él un futuro médico, y viviendo en lo que comenzaban a ser los horrores de la guerra, el tío Esteban y la polaca le perdieron el asco a la vida. El tío era capaz de silbar un concierto brandemburgués cuando incineraba las heces de las letrinas. El tío Esteban —y con él sus amigos húngaros, la polaca y las demás enfermeras—, comían y reían junto a los pabellones donde se pudrían los miembros de las víctimas de la gangrena gaseosa, y hablaban de libros, de la familia, de la primavera, y de ir a cenar y bailar una noche, cuando acabara la guerra, después de ver en el cine a la Mary Pickford en El Sombrero de Nueva York.
Y creció la mugre, y se multiplicaron aún más los piojos, y el tío Esteban se enfermó de pie de trinchera, y a la polaca le picó el ácaro de la sarna, y los dientes de los dos se llenaron de sarro, y ellos siguieron amándose. Aunque es verdad que una vez —o quizás dos, o cinco— se metieron con sus amigos, todos juntos al agua en un enorme barril de madera que les recordó las tinajas donde se pisa la uva y que les permitió soñar que estaban bañándose con vino de Tokay.

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