Todo lo que era sólido
Publicado por Sofía Amón
Todo lo que era sólido
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral
Antonio Muñoz Molina
Seix Barral
En 1923, después de derrocar al último sultán y de desmontar lo que quedaba del antiguo imperio otomano, Mustafá Kemal Ataturk (Salónica, 1881 – Estambul, 1938) fundó la nueva República Turca, se nombró a sí mismo presidente y se empeñó en modernizar el país. Algunas reformas fueron bien recibidas y aunque con dificultades realmente hicieron que la sociedad turca avanzase (La secularización y modernización de la administración; el nuevo alfabeto y la actualización del idioma; el sufragio universal y la igualdad de derechos para la mujer…). Pero otras se atascaron y retrasaron la transformación de Turquía en una auténtica democracia. Aún hoy la democracia turca deja bastante que desear. Actualmente —como ejemplo— hay más de 50 periodistas en la cárcel por delitos de opinión. Una de las reformas que más costó sacar adelante fue la instauración del sistema multipartidista. Solo cuando en 1950 el Partido Demócrata, que había sido fundado cinco años antes, ganó las elecciones generales se puede decir que el sistema parlamentario comenzó a funcionar. Ataturk había fundado el Partido Republicano del Pueblo en 1923 y conocedor de los sistemas políticos vigentes en Inglaterra y Francia alentó, pero sin éxito, la creación de otros grupos políticos. En 1930, después de que un historiador alemán que lo había entrevistado en diciembre del año anterior lo llamara dictador, Ataturk, muy ofendido, habló con su amigo Fethi Oykar (que había sido primer ministro y ahora desempeñaba el cargo de embajador en París) para que fundara un nuevo partido. De esas conversaciones surgió el Partido Republicano Libre. El nombre era idea del propio Ataturk que, además de afiliar a su hermana, decidió el número de parlamentarios del hasta entonces partido único que debían pasar al nuevo partido opositor. Las broncas que el todopoderoso Presidente de la República echó a su amigo aún resuenan en el antiguo edificio del Parlamento en Ankara. Ataturk quería que el líder de la oposición fuera más agresivo en el ejercicio de dicha oposición, pero al pobre Fethi Oykar, hombre del sistema y fiel al líder, no le salía bien eso criticar simulando que estaba en contra. El propio Oykar, cuatro meses después, desmontó aquel partido títere.
Cuando hace cinco años tuve acceso a esta información histórica (la mayor parte sacada de la biografía de Ataturk escrita por Andrew Mango y publicada —en inglés— por Overlook, en 2000) pensé, reconfortada, que en España lo habíamos hecho mucho mejor, que nosotros sí que teníamos una auténtica democracia. Si nuestra transición política era un ejemplo en todo el mundo, estaba claro —reflexionaba yo— que el resultado en que esa transición había desembocado tenía que ser una democracia de verdad. Además teníamos una constitución, ¿no? Así pensaba hasta que leí hace un mes el libro Todo lo que era sólido de Antonio Muñoz Molina.
El escritor jienense, a lo largo de 253 páginas y con base en su experiencia y en la lectura de los periódicos de años pasados, construye el relato de cómo la sociedad española se ha venido abajo y en concreto de lo que no hemos sido capaces de ver (el autor se coloca como el primero de los invidentes) o no hemos querido ver. Incide en los campos de la política, la cultura y el periodismo, pero la crítica de Muñoz Molina es extensiva a toda la sociedad.
Un resumen en cien palabras de este libro se puede leer en su página 97:
La corrupción, la incompetencia, la destrucción especulativa de las ciudades y de los paisajes naturales, la multiplicación alucinante de obras públicas sin sentido, el tinglado de todo lo que parecía firme y próspero y ahora se hunde delante de nuestro ojos: para que todo eso fuera posible hizo falta que se juntaran la quiebra de la legalidad, la ambición de control político y la codicia —pero también la suspensión del espíritu crítico inducida por el atontamiento de las complacencias colectivas, el hábito perezoso de dar siempre la razón a los que se presentan como valedores y redentores de lo nuestro.
Cuando todo se viene abajo es porque han fallado los cimientos.
En Turquía muchas de las reformas que con la mejor intención impulsó Ataturk demoraron en el tiempo su implantación por falta de cultura democrática. El caso más ilustrativo es el que afecta a la mujer: cuando en 1934 se decretó el sufragio universal y la igualdad de derechos —algo que ocurrió antes que en muchos países occidentales y supuestamente más civilizados—, gran cantidad de turcas continuaron sin votar o lo hicieron durante muchos años por la opción que su marido o el gerifalte local les imponía. Nadie les había explicado cómo podía cambiar su vida gracias a aquellos nuevos derechos recientemente adquiridos.
Antonio Muñoz Molina levanta acta en su ensayo (pág. 102) de una de las posibles causas de lo ocurrido en España:
En treinta y tantos años de democracia y después de casi cuarenta de dictadura no se ha hecho ninguna pedagogía democrática. La democracia tiene que ser enseñada, porque no es natural, porque va en contra de inclinaciones muy arraigadas en los seres humanos. Lo natural no es la igualdad sino el dominio de los fuertes sobre los débiles. Lo natural es el clan familiar y la tribu, los lazos de sangre, el recelo hacia los forasteros, el apego a lo conocido, el rechazo de quien habla otra lengua o tiene otro color de pelo o de piel. (…) Lo natural es la barbarie, no la civilización, el grito o el puñetazo y no el argumento persuasivo, la fruición inmediata y no el empeño a largo plazo. Lo natural es que haya señores y súbditos, no ciudadanos que delegan en otros, temporalmente y bajo estrictas condiciones, el ejercicio de la soberanía y la administración del bien común. (…) Y si la democracia no se ensaña con paciencia y dedicación y no se aprende en la práctica cotidiana, sus grandes principios quedan en el vacío o sirven como pantalla a la corrupción y la demagogia.
(La frase en negrita no aparece así en el texto original.)
En las últimas páginas del libro, Pág. 211, cuando recapitula e intenta aportar soluciones, el autor vuelve a denunciar la falta de cultura democrática de nuestro país y la ausencia de esfuerzo pedagógico para fomentarla:
La democracia misma nos hizo demócratas, y no de un día para otro. Pero era tan frágil, tenía unas raíces tan débiles, había nacido en condiciones tan difíciles, que no podía calar de verdad, a no ser que se hubiera hecho lo que no se hizo, un inmenso esfuerzo pedagógico, una tentativa de convertir cuanto antes en tradición lo que todavía estaba recién inventado. Se pueden improvisar las constituciones y las leyes electorales, pero no los hábitos, que tardan mucho tiempo en formarse, en calar en la vida y en la conciencia de las personas, en el pensamiento, en los actos diarios.
Lo más desasosegante que hay en este libro es la constatación de que durante 35 años hemos sido una sociedad organizada por un sistema nominalmente democrático, pero que en realidad —por falta de auténtica cultura y de una educación sólida— no hemos constituido una sociedad democrática de verdad. Y esa es una de las razones —quizás la más importante y la más profunda— por la que a España, a diferencia de otros países como los Estados Unidos, le está costando tanto salir de esta última crisis.
Una sociedad sin cimientos se viene abajo con mucha facilidad y luego, claro, es muy difícil volver a ponerla en pie.
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