viernes, 22 de enero de 2016

FRAGMENTOS LITERARIOS. MEMORIAS. "Confesiones de un burgués", de Sándor Márai


 
 FRAGMENTO DEL LIBRO:

Uno de los recuerdos más luminosos, tersos y gloriosos de mi infancia es que en nuestra casa hubiese un banco, un banco de verdad con cajero y dinero en efectivo, en el que sólo tenías que presentarte y firmar un papel para que te diesen crédito. En aquella época, el negocio de la banca era así de sencillo y transparente. Los campesinos llegaban por la mañana con su pan y su tocino, además de la botella de aguardiente y los papeles del catastro de su propiedad que el notario les había conseguido, y esperaban su turno. El mediodía era el momento de la llamada «censura», o sea, del examen en que los miembros de la dirección, dos curas viejos, el director del banco y el consejero jurídico, se reunían en «asamblea general» para decidir mediante votación préstamos de cien o doscientas coronas, tras lo cual se redactaban las letras de cambio pertinentes en el departamento de contabilidad y los clientes se llevaban el dinero a sus casas por la tarde. La abundancia monetaria que caracterizó aquellos años en todo el mundo también había alcanzado nuestra ciudad; existían los créditos con garantías personales, y el cajero-capitán pagaba incluso letras de cambio «por caballerosidad». Cuando la letra de cambio vencía, el campesino pagaba, y si no lo hacía, el banco subastaba las diez hectáreas que él había hipotecado de las veinte que tenía. Era un negocio tan sencillo y natural como los fenómenos de la naturaleza, totalmente lógico y firme. El banco estaba repleto de dinero y prosperaba. Los niños de la casa nos sentíamos muy orgullosos de ese banco tan simpático y benevolente. Los secretos financieros de los adultos intrigan tanto a los niños como, por lo menos, los misterios de la sexualidad. Nosotros sabíamos que en las cajas fuertes se guardaba eso tan preciado de lo que los adultos hablaban tanto; veíamos los rostros sumisos de los que solicitaban un préstamo, oíamos sus voces de plañideras al relatar sus problemas y reparábamos en que saludaban con un humilde «le beso la mano» a cualquiera que tuviera algo que ver con el banco, incluso a los sirvientes. Saber que en el edificio había un banco, una institución tan caritativa y familiar, hacía que los niños nos sintiésemos seguros y orgullosos. Nos sentíamos protegidos; teníamos la certeza de que nada malo podía ocurrimos, pues en cierto modo pertenecíamos al banco. Creo que nuestros padres sentían lo mismo y se comportaban con la misma seguridad. El edificio era pro piedad del banco, y el director daba plazos más que generosos cuando se producían retrasos en el pago del alquiler y hasta concedía a los inquilinos algún que otro pequeño crédito. Considerábamos que el dinero del banco era de cierta manera también de la familia; vivíamos en un mundo sosegado e ingenuo: los inquilinos iban a pedir un préstamo como si acudieran a un pariente rico, y el banco lo concedía sin poner objeción alguna, puesto que nadie pensaba que un familiar pudiera huir con el dinero prestado. Los niños entienden de forma instintiva las cosas relacionadas con el dinero. Nosotros, que creíamos una gran suerte haber nacido a la sombra de un banco y vivir bajo su protección, nos sabíamos cerca de la fuente de toda riqueza terrenal y estábamos convencidos de que ni siquiera en el futuro sufriríamos percance financiero alguno, pues hubiese bastado con seguir en contacto con aquel pequeño y amable banco. Esas ideas infantiles, extrañas y grotescas me acompañaron incluso en mi época universitaria, y hasta en los primeros años de mis viajes por el extranjero; cuando aquel banco ya llevaba tiempo en bancarrota, yo continuaba sintiendo sosiego y tranquilidad en los asuntos relacionados con el dinero: como tenía una relación muy familiar con él, no era posible que me jugase una mala pasada a mí, a su compañero de toda la vida.
En los años de mi niñez el banco prosperaba y eso lo notaban incluso los empleados. Uno de ellos formó un coro y otro empezó a escribir y editó un libro en dos volúmenes sobre la historia de las antiguas fortalezas de la región, ya en ruinas. Todos disponían de tiempo para el ocio. Pronto el banco superó aquellas tres habitaciones, así que en medio del patio se construyó un local, una especie de palacio de cristal digno de un cuento de hadas. La construcción de aquel templo nos tuvo a todos maravillados: trajeron unas gruesas placas de cristal desde Alemania y sobre la sala donde se encontraban las cajas se construyó una cúpula que sobrepasaba en esplendor a todo lo que yo he llegado a ver fuera del país. Los campesinos empezaron a llamar «Belén» a aquel palacio. Desde los pueblos de los alrededores venían a contemplarlo y admirarse, y bajo la cúpula hablaban con respeto y veneración, como si estuvieran en una iglesia. El capitalismo rampante había construido allí, en el fin del mundo, un pequeño santuario para gloria propia, un santuario solemne y fastuoso: ésa era la opinión generalizada sobre aquel edificio, cuya pompa completamente inútil y de mal gusto no se hubiese podido explicar de otra manera. Tenía todos los elementos propios de un banco de verdad: una cámara acorazada con puertas del ancho de una persona que se abrían por procedimientos secretos y mágicos, una sala de juntas con una puerta revestida de terciopelo, lo último en máquinas de escribir y calculadoras…, y es probable que hubiese hasta dinero. A los niños de la casa nos intrigaba en especial la cámara acorazada, que se había levantado frente a la casa del portero y era una construcción casi subterránea que nosotros imaginábamos abarrotada de tesoros y piedras preciosas. Era la época del capitalismo de cara serena y amable que hacía aparecer ante nuestros ojos asombrados palacios de ensueño; los únicos que no apreciaban aquel nuevo edificio eran los campesinos de pura cepa, que preferían seguir guardando su dinero en los armarios de la oscura oficina antigua y que, al ver tanta ostentación, movían negativamente la cabeza preguntándose: «¿Con qué dinero se habrá construido esto?»

No hay comentarios:

Publicar un comentario