domingo, 5 de junio de 2016

NOTICIAS LITERARIAS. "Algunas razones para no leer". Marta Sanz


MARTA SANZ

Algunas razones para no leer

Si lees, cuando escuches los telediarios puedes llegar a saber hasta qué punto te engañan. Si lees, verás que muchos emperadores van desnudos 

Decide si quieres leer. No es una decisión fácil ni cómoda. Es una decisión subversiva. Es una decisión que a la vez nos alivia y nos hace daño


  • MARTA SANZ   3 junio 2016


Hoy aquí, contraviniendo todas las previsiones y ejerciendo de enanita saltarina, mosca cojonera, duendecillo maligno, demonia o Ángela caída, voy a intentar daros algunas razones fundadas para NO leer. Habéis escuchado bien para NO, NO, NO leer. Voy a colocarme al otro lado de ese espejo donde si uno se refleja de noche, alumbrado por una vela, se tropieza con un fantasma. Voy a subir al desván para mostraros el auténtico rostro del angelical Dorian Grey: su cara reconcomida por gusanos y devastadoras arrugas. Ahí va el listado razones por las que, como diría Amy Winehouse, NO, NO, NO debéis leer:
  • Si lees, corres el riesgo de que de pronto muchos de los seres humanos que te rodean empiecen a convertirse en animalillos. Salvajes o domésticos. Puede que, al darse la vuelta, tu vecina del segundo te enseñe el rabito de rata que le sale entre la botonadura de su vestido. Poco a poco notarás que se le han afilado las orejas y en la piel de las manos le ha nacido una capilla de pelusa. Tu vecina seguiría siendo una mujer normal si tú no hubieses leído La celestina o Las alegres comadres de Windsor.
  • Si lees, dejarás de tener tiempo para ver la televisión y cabe la posibilidad de que los gritos de los tertulianos —tertulianos de la casquería o tertulianos políticos, tertulianos que hablan de deportes— empiecen a resultarte incomprensibles, como si hablaran en una lengua que desconoces y que no tienes ninguna gana de aprender. Ahora hablas en otro idioma porque has leído La soledad del corredor de fondo de SillitoeLa hoguera de las vanidades de Tom Wolfe o Miss Lonelyhearts de Nathanael West.
  • Si lees, cabe la posibilidad de que te despistes a menudo y se te dibuje en la boca una sonrisilla que muchos pueden calificar de tonta. Algunos pensarán que has esnifado pegamento o bebido más de la cuenta. Lo cierto es que leer no es más barato que consumir ciertas drogas y que también genera adicción. Cuidado. Te darás cuenta de ello cuando leas Los paraísos perdidos de BaudelaireLa pipa de Kif de Valle-Inclán o Yonqui de William Burroughs.
  • Si lees, quizá todo el mundo piense que eres un empollón, que te crees superior a los demás. Puede que te segreguen y te aparten. Que no te consideren una persona normal, que te llamen friki. Posiblemente tendrán razón. Pero también son frikis los klingon, los coleccionistas de Barbies, los seguidores de Mujeres, hombres y viceversa, los eurofans... Bienvenidos al club del licenciado Vidriera o a la compulsión de Madame Bovary por la lectura de novelas románticas.
  •  Si lees, cuando escuches los telediarios puedes llegar a saber hasta qué punto te engañan. Todas las noticias y ciertas actitudes se te pueden clavar en la niña de los ojos como una esquirla de cristal. Eso te hará sentir casi enfermo. Como Heinrich Böll cuando escribió El honor perdido de Katharina Blum o Evelyn Waugh se rio del mundo del periodismo en ¡Noticia bomba!.
  • Si lees, verás que muchos emperadores van desnudos y puede que incluso te atrevas a decirlo. No solo los niños y los borrachos dicen la verdad, pero ya sabes que a veces decir la verdad no sale a cuenta. Incluso puede llegar a ser una acción contraproducente. 
  • Si lees, llorarás a menudo: de tristeza o de felicidad. Notarás cómo la sangre te corre por las venas y puede que enfermes del mal de la hipocondría como aquel enfermo imaginario de Molière. Certificarás que no eres de madera ni de trapo, paja u hojalata como el muñeco del mago de Oz que anduvo, junto a Dorothy, por el camino de baldosas amarillas, para conseguir un corazón.
  • Si lees, tendrás que tomar muchas decisiones difíciles, verás las aristas de las cosas, aprenderás a ponerte en el lugar del otro y a veces tendrás la sensación de que las buenas palabras –el amor, la protección, la familia— esconden significados dañinos. Como en La piedad peligrosa de Stefan Zweig y en todas esas novelas donde las madres o los padres devoran a sus propios hijos. Estar expuesto a tanta lucidez de golpe duele más que un pinchazo de reúma en la articulación. 
  • Si lees, querrás comprarte muchos diccionarios, usar todas las bibliotecas. Y entenderás que nos roban las palabras. Y leerás doscientas veces, como si estuvieses castigado, La biblioteca de Babel o El nombre de la rosa
  • Si lees, tendrás visiones de molinos que son gigantes e inmediatamente los gigantes volverán a ser molinos y te sentirás muy listo y muy tonto al mismo tiempo. Más exclusivamente tú que nunca y al mismo tiempo más conectado con tu comunidad y con tu mundo. 
  • Si lees, te transformarás en el lobo de Caperucita y tendrás los ojos muy grandes para verlo todo más y mejor. Luego el cazador te arrojará al río con la barriga llena de piedras porque no conviene ver más de la cuenta ni mirar lo que pasa en los cuartos cerrados. Todos los lectores son mirones que observan a través de un agujerito. Y alguien los castigará por esa curiosidad que perdió al gato y a la mujer de Barba Azul. 
  • Si lees, siempre saldrás a la calle sin gafas de sol, de modo que los rayos ultravioletas podrán herir tus pupilas, pero al mismo tiempo no te perderás ni uno solo de los colores de la realidad: el color azul del cielo y el de la basura. La vida huele muy bien, pero también huele muy mal. La literatura invita a la hiperestesia como al protagonista de La caída de la casa Usher de Edgar Allan Poe.
  • Si lees, puede que pases muchos ratos en silencio, pero cuando encuentres un interlocutor, ése sabrá escucharte y compartir contigo los momentos más reveladores de tu vida. También puede que, al mirarte al espejo, no te encuentres. No te asustes ni te creas un personaje de los relatos de fantasmas de Edith Wharton
  • Si lees, vivirás otras vidas que de un modo irremediable empezarán a formar parte de tu propia existencia. Se te quedarán ahí dentro del estómago y en el intestino delgado. Allí habitan sin que tú te des cuenta de ello: Anna Karenina, Peter Pan, Zalacaín, el Lazarillo, John Silver el largo, Holden Caulfield, el Pijoaparte, Sam Spade y todas las mujeres fatales, el conejo blanco de Alicia en el país de las maravillas, el comisario Montalbano y David Copperfield. 
  • Si lees es posible que engordes. Vuelve a pensar en la cantidad de gente que guardas en la barriga como la ballena de Jonás o el bolsillo del mudito de los Hermanos Marx. A esa circunstancia has de sumarle el hecho de que la lectura a veces hace que el deporte nos dé mucha más pereza y la separación de nuestro sillón preferido puede ser un trauma. Una aberración. 
  • Si lees, a menudo encontrarás muchas razones para tirar una piedra y te preguntarás por qué manda el que manda. Te harás preguntas sobre el precio de las cosas y sobre quién es el jefe de todo esto. Ten cuidado, si lees, si piensas, puedes acabar en la cárcel. Como El extranjero de Camus. Como los incinerados personajes de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Como Las brujas de Salem. Y todas las mujeres que fueron estigmatizadas a causa de su ansía de conocimiento: Eva, Medea, Carmen, la marquesa de Merteuil… 
  • Si lees, separarás mejor el grano de la paja. Y esa separación a menudo puede provocarte un disgusto. Como el hijo pródigo, encontrarás con más facilidad el camino de vuelta a casa. El problema será que ya no sabrás si de verdad quieres volver.
  • Si lees, ya nunca podrás leer un libro sin acordarte de todos los demás. Porque leer es haber leído y es muy posible que empieces a sospechar que ni la pureza ni la inocencia existen verdaderamente. Te darás cuenta de que dentro de Lolita están las hadas y las ninfas y las traviesas libélulas con rostro femenino. También todas las mujeres que se abandonan y se ponen gordas de tanto comer bombones y cortezas de cerdo.
  • Si lees, te dará una rabia inmensa haber consumido ya casi todas tus primeras veces: la primera vez que leíste NieblaMiau, Poeta en Nueva York; la primera vez que leíste una tragedia de Shakespeare, un cuento de Chéjov, los versos cárnicos de Anne SextonEl bello verano de Cesare Pavese… Esa primera vez, esa primera experiencia, esa sensorialidad, esa explosión, ese descubrimiento, esa epifanía ya no se volverán a repetir…
  • Si lees, puede que pierdas el gusto por las hamburguesas y por pasar la tarde en un centro comercial o tomando un café en una franquicia de expresos y wifi.
  • Si lees, querrás tocar a las personas, ver a la gente de cerca, mirar a los ojos, recuperar el espacio de la fisicidad, saber cómo suena una voz, romper los espejos virtuales. Te transformarás en un ser terriblemente táctil, casi sexual, y no se te caerán de las manos los textos de Sade o de Bataille.
  • Si lees, te harás más lento. Necesitarás de una medida del tiempo más demorada. Elogiarás la lentitud y la gente pensará que eres un anfibio que ha aprendido a caminar por debajo del agua cuando paladees, sílaba a sílaba, cuando leas en voz alta, profundices en el sentido de cada una de las frases de Cien años de soledad o de Pedro Páramo. Sin prisas. Disfrutando el presente y del pasado. Del inframundo.
  • Si lees, verás los tomates de todos los calcetines. El reverso de las cosas. Lo que guardamos en los cuartos oscuros. Te insultarán llamándote “Aguafiestas, pejiguero”. Esto le pasaba mucho al gran Rafael Chirbes.
  • Si lees, generarás una mirada de rayos X que te permitirá detectar las enfermedades morales de las personas de tu entorno. Sufrirás porque te darás cuenta de que a menudo no puedes curarlas. Entonces deberás hacer lo mismo que Blimunda, la protagonista del Memorial del convento de José Saramago: comerás miga de pan antes de abrir los ojos cada mañana para no ver el lado oscuro de cada ser humano. Sus tumoraciones.
  • Si lees, te darás cuenta de que la libertad pasa por la conciencia de sus límites. Y comprarás un cuchillo para romper las cuerdas. Sudarás mucho mientras estés cortando las ataduras.
  • Decide si quieres leer. No es una decisión fácil ni cómoda. Es una decisión subversiva. Es una decisión que a la vez nos alivia y nos hace daño. Lee porque, entre los artefactos y maquinaciones de la literatura, es posible que encuentres ciertas verdades y a ti mismo. A ti misma. Aunque puede no gustarte lo que veas. Sé valiente, lee. Hazlo, no por contentar a nadie ni por razones estúpidas, ramplonas, hazlo por agrandar tu vanidad o por un egoísmo que paradójicamente hará de ti un ser muy generoso. Lee por lo que de verdad merece la pena de la literatura: salir transformado de cada buen libro. Como la mariposa surge de la crisálida o como Gregorio Samsa reducido a cucaracha, escarabajo o bicho bola. Atrévete. No es fácil. No siempre compensa. Pero cuando compensa ya no hay vuelta atrás. Ésa es la gracia y el peligro de los libros.
 
*Marta Sanz es escritora. Este texto fue leído en la Feria del Libro de Fuerteventura.  

jueves, 2 de junio de 2016

NOTICIAS LITERARIAS. Rafael Chirbes: texto del discurso póstumo para la entrega del Premio Nacional de literatura, modalidad Narrativa, por "En la orilla"

TEXTO DEL DISCURSO PÓSTUMO DE CHIRBES PARA LA ENTREGA DEL PREMIO NACIONAL DE NARRATIVA

Un parlamento que no pronuncié

Rafael Chirbes *

Rafael-Chirbes
Cuando recibí el Premio Nacional de Literatura, Modalidad Narrativa, pensé que, en el pequeño parlamento que quería pronunciar en el momento de la entrega, podría explicar las razones que me llevaban a aceptarlo. En mi ignorancia del protocolo, creía que el acto tendría lugar unos pocos días más tarde, y que, en la ceremonia, íbamos a estar no más de ocho o diez premiados (los ganadores de la modalidad de narrativa en las distintas lenguas del Estado, los de poesía y ensayo). Suponía que cada uno de los premiados podría pronunciar unas palabras.
Poco a poco he ido descubriendo que nada es como yo pensé: el acto de entrega se produce un año después del nombramiento y, además, a él acuden no solo los premiados en los distintos apartados literarios, sino todos los que han sido galardonados en cada una de las numerosas ramas, lo que supone una ceremonia en la que desfilan decenas de personas que, por razones obvias, se limitan a dar la mano a quien entrega el pergamino o la bandeja o la medalla (no sé cuál es el objeto en el que se materializa el galardón).
Por otra parte, en la última y reciente edición –en 2015 se han librado los premios del 2012–, en las imágenes que vi en el telediario, los premios los entregaron los Reyes y no el Ministro de Cultura, señor Wert, que se agazapaba tras ellos, y a quien yo, en mi candidez, le había dedicado ese parlamento que nunca leeré, porque no viene al caso en una ceremonia de ese formato, y porque ha pasado el tiempo y lo que escribí para ser dicho de urgencia pierde sentido en la distancia, y sobre todo, porque hoy mismo leo en el periódico que ha sido cesado el señor Wert, destinatario retórico del parlamento. Sin embargo, aunque las circunstancias han vuelto impronunciable el discurso, quisiera que quedase constancia de su existencia, porque, no sé si bien o mal, explica las razones que me llevaron a aceptar un premio de ese calado en tiempos de un gobierno que se afanaba contra sus ciudadanos.
Aquí va el texto del parlamento:
Cuando me comunicaron que mi novela En la orilla había obtenido el Premio Nacional de Literatura, tras la primera sensación de alegría me asaltaron las dudas acerca de si debía aceptarlo o tenía que rechazarlo como –en digno gesto de censura hacia el gobierno actual– han hecho otros premiados. Al tratarse de una distinción promovida por el Ministerio de Cultura, todos suponemos que llega con un suplemento de carga política, y cuantos me conocen saben que siempre he huido del contacto con el poder en cualquiera de sus manifestaciones. Toda mi vida he pensado que un discreto apartamiento beneficia la independencia de mis libros. Por suerte, un escritor puede ejercer su tarea sin tener que ponerse al servicio de nadie: para hacer una novela, incluso una gran novela, no se necesita más que la punta del lápiz, una resma de hojas de papel y un tablón en que apoyarse. Con ese instrumental, un buen escritor puede poner en pie un ejército de varios miles de soldados en un solo renglón. Puede poner un país entero en un libro. Por eso, por la extrema libertad que permite el arte de escribir, mi trabajo no sufre los embates de la política social o cultural, no dependo para nada de sus decisiones, como les ocurre a otros compañeros artistas, músicos, editores, cineastas, trabajadores del audiovisual, actores y productores de teatro, para quienes, sin apoyos, resulta imposible sobrevivir en un mundo dominado por las grandes trasnacionales.
De hecho, mi opinión es que, para un novelista, resulta más peligroso el poder que te halaga y favorece que el que te ignora o te persigue. Así que si estoy aquí, recogiendo este premio, desde luego que no es porque le pida amparo a nadie, ni aspire a un reconocimiento fuera del que recibo de mis lectores, ni –volviendo a la cualidad del premio– mucho menos porque esté de acuerdo con la política de un gobierno que muestra una altiva falta de sensibilidad hacia los de abajo, mientras se comporta como criado servil de sus verdaderos patronos, los lobbies del dinero. El mismo día que recibí el premio le dije a algún periodista que, paradójicamente, desde su ministerio se galardonaba un libro que habla de ustedes, de lo que han hecho de este país con su voracidad, con su orgullo: de toda la desesperación que su bulimia –y la de quienes los han precedido en esta olla podrida de la transición– ha inoculado en los personajes del libro, y ha sembrado en mí, que soy el autor.
Acerca de su política cultural ya le han dado su opinión los colegas que han renunciado al premio. Yo sólo quisiera destacar –rompiendo la lógica de este discurso- algunos de los desmanes de su partido en lo que tengo más cerca, la comunidad en la que vivo, donde, en vez de preocuparse por la ruina del patrimonio que deberían guardar y se les cae a trozos, ocupan su tiempo en perseguir a la academia de la lengua porque ha dicho algo que –excepto los zoquetes de su partido– todo el mundo sabe, y es que valenciano, catalán y mallorquín son variantes de una misma lengua; le hablo de la política de exterminio cultural de sus colegas, un grupo de gobernantes tan peligrosos como descerebrados, que, desde un absoluto desprecio hacia su propio pueblo, se han permitido cerrar las únicas emisoras de radio y televisión que hablaban en valenciano, dándoseles una higa que con ello han provocado un desastre cultural, social y económico de incalculables proporciones.
Pero discúlpeseme esta digresión.
Lo que quiero decir es que no estoy aquí ni por su gobierno, ni por su partido, ni para hacerme la foto con usted, que los dos damos por supuesto que no nos vamos a hacer. Estoy aquí por respeto a un jurado en el que han participado personas cuyo trabajo y dignidad aprecio, y también, por qué no decirlo, para celebrar la alegría que este premio les ha causado a mis amigos y familiares, a tantos lectores que me han llamado emocionados, celebrándolo como si se lo hubieran dado a ellos; por la satisfacción de mi editor Jorge Herralde y de los trabajadores de la editorial Anagrama, por los editores extranjeros, por mis traductores, por toda la gente que trabaja a favor de mis libros y se sienten premiados conmigo. Estoy aquí porque jamás he movido un dedo para conseguir un premio, ni he buscado compromisos ni relaciones con ninguno de los poderes, literarios ni políticos, y porque así de cándidamente y limpio de culpa recibo como llovida del cielo esta distinción que comparto con Ramón J. Sender, que escribió Imán; con Juan Marsé, que escribió Si te dicen que caí; con Ramiro Pinilla, que escribió Las ciegas hormigas; con Carmen Martín Gaite, que escribió El cuento de nunca acabar, o con Manuel Vázquez Montalbán, que escribió El pianista. Todos ellos han sido y son maestros míos. Y yo me siento orgulloso de que mi nombre aparezca al lado de los suyos. Ni puedo ni quiero renunciar a ese honor. Y pienso que no debo sentirme incómodo al estar aquí, en este acto, porque, frente a su frágil y pasajero poder de ministro, yo tengo la fuerza permanente que emana de ellos: hablo de la literatura, de la palabra que se sostiene por sí misma en su grandeza y en su fragilidad. Estoy aquí porque los gobiernos que detentaban el poder en el momento en que se les concedieron a estos maestros los premios –los del cínico González, los del iluminado Aznar, los del falso benevolente Zapatero– han pasado a la historia como pasa un mal sueño, igual que pasará el suyo –triste pesadilla de unos años– mientras queda la palabra de estos escritores. Y estoy aquí porque quiero decirle al pueblo español que este premio es suyo, porque se llama nacional, y no gubernamental; es más, que es obligación suya defenderlo, luchar para que no se lo apropie ningún gobierno, y que, por eso, los españoles deben vigilar a quienes se nos concede, vigilar nuestra obra con el cuidado con que se vigila lo que es propiedad de uno; como deben permanecer vigilantes en todos los demás asuntos de la nación, que es sólo suya. Además, tengo que confesarle, señor Wert, que estoy aquí también movido por un motivo económico: para robarle al cicatero presupuesto de este gobierno –que se preocupa más de la riqueza de los bancos que de la felicidad de su pueblo– un poco de dinero. Cuando dudaba si aceptar el premio, pensé que no podía negarme a recibir esos veinte mil euros que tan bien le vendrán a la Casa de la Caridad de Valencia, institución que a un marxista le parece de nombre muy feo, pero tras el que se esconde un centenario comedor social que, como mi novela, está repleto de personajes creados por su política de capataces de los lobbies, un lugar que todos los días se llena de personas a las que ustedes tratan como trapos y a las que, con mi libro, con estas palabras y con mi gesto, animo a que luchen contra quienes les arrebatan su dignidad.
Un respetuoso saludo
(*) Texto del discurso que el escritor valenciano Rafael Chirbes, fallecido el 15 de agosto de 2015, había preparado con motivo de la entrega del Premio Nacional de Narrativa por su novela En la orilla (Anagrama, 2013). El galardón será recogido hoy, 1 de junio de 2016, por su sobrina, María Josefa Micó, en un acto presidido por los Reyes que se celebra en la Catedral de Palencia. cuartopoder.es publica el escrito inédito por cortesía de su familia.

lunes, 30 de mayo de 2016

POESÍA. "Contribución a la estadística". Wislawa Szymborska, Premio Nobel de Literatura (1923-2012)


Wislawa Szymborska

Contribución a la estadística
De cada cien personas, 
las que todo los saben mejor:
cincuenta y dos, 
las inseguras de cada paso:
casi todo el resto, 
las prontas a ayudar,
siempre que no dure mucho:
hasta cuarenta y nueve, 
las buenas siempre,
porque no pueden de otra forma:
cuatro, o quizá cinco, 
las dispuestas a admirar sin envidia:
dieciocho, 
las que viven continuamente angustiadas
por algo o por alguien:
setenta y siete, 
las capaces de ser felices:
como mucho, veintitantas, 
las inofensivas de una en una,
pero salvajes en grupo:
más de la mitad seguro, 
las crueles
cuando las circunstancias obligan:
eso mejor no saberlo
ni siquiera aproximadamente 
las sabias a posteriori:
no muchas más
que las sabias a priori, 
las que de la vida no quieren nada más que cosas:
cuarenta, 
aunque quisiera equivocarme,
las encorvadas, doloridas
y sin linterna en lo oscuro:
ochenta y tres, 
tarde o temprano,
las dignas de compasión:
noventa y nueve, 
las mortales:
cien de cien.
Cifra que por ahora no sufre ningún cambio.

Versión de Gerardo Beltrán

NOTICIAS LITERARIAS. Sobre tres novelas de Fernando del Paso, Premio Cervantes 2015. Jordi Soler



Tres novelas

JORDI SOLER  |  FIRMA INVITADA · MERCURIO 180 - ABRIL 2016

© Astromujoff
© ASTROMUJOFF
Fernando del Paso ha escrito tres de las novelas más importantes de la lengua española. También ha escrito otras cosas, una novela policiaca (Linda 67) situada en San Francisco, California, y un montón de ensayos, como ese reciente, y muy apabullante (Bajo la sombra de la historia, 2011) donde reflexiona, en casi mil páginas, sobre el islamismo y el judaísmo. Pero si alguien me preguntara qué es necesario leer de Fernando del Paso diría que sus tres novelas magistrales. Su mundo novelístico, un universo complejo y exuberante que exige la total atención, y devoción, de sus lectores, empieza con José Trigo, una historia cuyo centro, si es que tiene uno solo, es una huelga de ferrocarrileros, en 1959, que fue una suerte de parteaguas en la historia contemporánea de México, porque replanteó las jerarquías que hasta entonces articulaban la relación entre el Estado y los trabajadores, entre los líderes sindicales y el poder. El narrador de esta novela busca todo el tiempo a José Trigo en el campamento ferrocarrilero. “¿José Trigo? Era un hombre. Era un hombre cada vez más grande y cada vez más viejo… Era cada vez una sombra más grande”. La belleza plástica de ese campamento, que crece como una mancha en las páginas de la novela, es un triunfo sobre la miseria, es una planicie en Nonoalco Tlatelolco, en el centro de la ciudad, salpicada de chabolas y de vagones vacíos y abandonados donde los ferrocarrileros se han construido sus casas. La prosa es una criatura viva llena de mexicanismos, de aztequismos, de caló, que leída desde el siglo XXI parece la base de su siguiente novela, que convierte esa oscuridad ferrocarrilera en la narrativa lúdica, sublime, explosiva de Palinuro de México, que Del Paso entregaría once años más tarde.
Esta obra maestra, de lenguaje deslumbrante, nos cuenta la historia de Palinuro, un estudiante de medicina, como lo fue el mismo Del Paso, que vive en la Plaza de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, con su prima Estefanía. Con una exuberante narrativa el escritor va dando cuenta, con mucho humor, de las pasiones, las pulsiones y las tribulaciones de Palinuro, con el fondo de una deliciosa paleta escatológica que abreva de su conocimiento de la medicina. Esta novela se monta en una trama política de los años sesenta, de juventud revolucionaria que termina en Tlatelolco, en la matanza del 68, en ese mismo centro geográfico, más bien espiritual, donde implota José Trigo. Aunque la crítica se ha empeñado siempre en ver aquí una novela política, Palinuro de México es mucho más que eso, es una hermosa turbulencia verbal parienta, si tuviéramos que buscarle una familia, del Tristram Shandy, de Sterne. Si alguien me preguntara cuál es la mejor novela de Fernando del Paso diría que es Palinuro de México.
Una década más tarde Fernando del Paso publicó Noticias del Imperio, una monumental novela sobre la desgraciada aventura de Maximiliano de Habsburgo, y de su mujer Carlota de Bélgica, en uno de los episodios más delirantes de la historia de México: la constitución de un imperio mexicano con monarcas europeos en el siglo XIX. Esta novela polifónica donde también reina la exuberancia, está estructurada a partir de un poderoso monólogo, dicho por Carlota, sesenta años después de la muerte de Maximiliano, desde su encierro en el castillo de Bouchout, que se va asociando con otras voces del coro y va sacando a luz intimidades de alcoba, el derrumbe de los grandes imperios europeos, reflexiones sobre el amor y el deber con el destino, y los delirios de la sangre azul enfrentados al realismo indígena del presidente Benito Juárez, que al final mandó fusilar al emperador. Si alguien me preguntara por cuál novela hay que empezar a leer a Fernando del Paso, diría que por esta, por Noticias del Imperio.

martes, 17 de mayo de 2016

NOTICIAS LITERARIAS. Sobre "En la orilla", de Rafael Chirbes

La gran novela de la crisis en España

Un empresario ligado a la construcción cierra su empresa y se enfrenta a un embargo

Este es el telón de fondo de 'En la orilla', la nueva novela de Rafael Chirbes

Tras retratar en 'Crematorio' la especulación inmobiliaria, llegan los escombros.

Rafael Chirbes obtuvo el Premio de la Crítica en 2008 por la novela 'Crematorio', luego convertida en serie de televisión. En la imagen, el escritor en Valencia.
Rafael Chirbes obtuvo el Premio de la Crítica en 2008 por la novela 'Crematorio', luego convertida en serie de televisión. En la imagen, el escritor en Valencia. Jesús Císcar
"La gente dice que va a pasear por el campo y lo que hace es caminar entre escombros. Miras a los lados del tren y ahí los tienes: váteres, cañerías, ladrillos”. El tren del que habla Rafael Chirbes es el que le ha traído hasta Valencia. Nacido en Tavernes de la Valldigna en 1949, vive en Beniarbeig, un pueblo de Alicante, y es imposible oírle hablar de los escombros que ve desde el cercanías y no pensar en los que llenan su nueva novela, En la orilla, que Anagrama publica la semana que viene. Escombros reales y personales: los que produce el cierre de una carpintería que, arrastrada por la codicia de su dueño y por la crisis de la construcción, pone en la calle a cinco empleados cuyos hijos tienen cuatro problemas: desayuno, comida, merienda y cena. Amarrados a los 400 euros del paro, a la beneficencia y a una rabia que crece —“vosotros lo tenéis todo, yo tengo una escopeta”—, sus voces se alternan con la del jefe, Esteban, consagrado a sus 70 años a camuflar el embargo de la empresa y a cuidar de su padre. Los obreros ven difícil llenar la nevera; el patrón, llenar lo que le queda de vida.
“Yo soy todos los personajes”, dice Chirbes, que cuenta que lo único que tenía claro al sentarse a escribir era esto: en la novela habría un pantano, el lugar al que durante décadas han ido a parar los residuos de las obras y la carroña de animales y hombres. La palabra carroña está en la primera frase de En la orilla y estaba en la última de su anterior novela, Crematorio, publicada en octubre de 2007 y premio de la Crítica la primavera siguiente. En el fondo, una es la cara B de la otra. Si Crematorio era el pelotazo y la burbuja inmobiliaria pilotados por un arquitecto valenciano que cambió ideales políticos por corrupción política, En la orilla es el largo y resacoso invierno que sigue a aquella fiesta. Y que todavía dura.
Si te pones del lado del personaje que más odias descubres tus propias contradicciones. ¿Contra quién escribo? Contra mí mismo
“Escribo de lo que veo. La relación entre las novelas viene después. En cada libro empiezas de cero: lo que en uno fue un hallazgo en el siguiente es un lastre”, subraya el novelista. “En el fondo, el tema es una excusa para las digresiones de los personajes. Por eso digo que todos son yo. Además, ninguno es del todo bueno ni malo, incluso las víctimas tienen sus mezquindades. No me gusta que los malos sean, además, tontos. ¿Un díptico con Crematorio? Pues vale. Aquella me dejó arrasado y esta me ha salido así de brutal: es mi novela más amarga”. En 2011Crematorio, corrosiva sucesión de monólogos escritos a cuchillo, fue convertida enserie de televisión por Jorge Sánchez-Cabezudo, con un soberbio José Sancho en el papel principal. Primero la emitió Canal Plus. Luego, La Sexta. A Chirbes, al que muchos vecinos de su pueblo descubrieron por la tele como escritor, le gustó: “Estaba muy bien hecha, pero tiene poco que ver con el libro. Yo quería huir por todos los medios de la parte policiaca, y la serie es muy policiaca. Tenía que ser así. Lo entiendo, una serie tiene que tener intriga. En una novela la tensión debe estar en el lenguaje y no en la trama. En el libro la corrupción está como está en la vida. Y no es ya la diferencia entre imagen y palabra, es que era televisión: el cine se puede permitir una película divagante de una sentada, pero en la tele, como no dejes a uno en este capítulo con el cuchillo en alto, al mes que viene ya no sales. Luego, cuando dicen una frase del libro, te pones colorado. Escuchas a Pepe Sancho diciendo ‘porque el bien solo tiene un camino”.
En las novelas de Rafael Chirbes la crítica social es evidente, pero no maniquea, una actitud que él ilustra con una imagen tomada de D. H. Lawrence, enemigo de los escritores que ponen el dedo en un platillo de la balanza para inclinarla según sus gustos o su idea de la justicia: “Cuando escribo me importa un carajo la ideología de los personajes, la mía ya saldrá, inevitablemente. Inclinar la balanza es ir contra la literatura, que si tiene algo es que nos hace plantearnos las cosas y corregir nuestra mirada. Si te pones del lado del que más odias descubres tus propias contradicciones. Para personajes de una pieza ya tenemos a los políticos. No me gusta tratar al lector como a un gato al que se le pasa la mano a favor del pelo. Hay que pasársela a la contra, para que se levante. ¿Contra quién escribo? Contra mí mismo”. Con una voz tallada a base de Ducados, Rafael Chirbes insiste en esa idea a lo largo de la charla: mientras camina desde la estación del Norte, delante de un arroz caldoso, de paseo por Valencia (en esta iglesia hay una copia del San Pedro de Caravaggio; en ese hotel se celebró en 1937 el Congreso de Intelectuales Antifascistas; ahí estaba la librería a la que vino Max Aub en 1969…).
Para el autor de ensayos como El novelista perplejo o Por cuenta propia, una novela tiene algo de “almacén de voces”. De ahí su idea del artista como “un pararrayos que atrae las tensiones de su época”. “¿De qué va lo que escribo? Del estado del alma humana a principios del siglo XXI. Si para Balzac el alma de su tiempo eran 8.000 libras de renta, echemos cuentas”. En su opinión, el escritor que huyendo de la Historia no quiere ser testigo de su época termina siendo síntoma de ella. “Si no lo hubiera usado ya Lérmontov, el título de En la orilla podría haber sido Un héroe de nuestro tiempo”, explica. Finalmente, se inclinó por “un título de poco aspaviento; luego tú le buscas el simbolismo: en la orilla de Caronte, en la del pantano, en la de la vida, en la de la Historia”.
La Historia es importante para Chirbes: “¿No decían que el arte te lleva al psiquiátrico y la Historia, a la cárcel?”. Él, hijo de familia republicana, estudió Historia en Madrid después de pasar por Ávila, León y Salamanca como interno en colegios para huérfanos de ferroviarios: su padre murió cuando él tenía cuatro años. “Nunca he vivido con mi familia y con mi hermana no he discutido jamás, pero es cierto, la familia no deja de aparecer en mis libros, y nunca queda muy bien parada. Tal vez porque ha sido un núcleo de la historia de España. Y vuelve a serlo. Uno de los personajes de En la orilla repite eso que ahora se oye tanto: ‘Si esto no explota es porque la familia está ahí, porque los parados viven de la jubilación de sus padres”.
El escritor tiene que ser pulga y liebre para que no te atrapen. En cuanto te descuidas, te han trincado. Dicen: ‘Crematorio, ¡cómo anunciaba! ¡qué lucidez!’.
Tras años de militancia antifranquista, Carabanchel incluido, el escritor en ciernes se marchó a dar clases a la universidad de Fez. En Marruecos, sin exotismo alguno, está ambientada Mimoun, finalista del Premio Herralde en 1988. Era la cuarta novela que escribía, pero la primera que publicaba. Otras ocho vendrían luego a retratar los fantasmas de su autor, los claroscuros de su generación y las sombras de un país borracho de dinero rápido. En 1992, ese año, Chirbes publicó La buena letra, una novela corta que, protagonizada por una mujer represaliada durante la posguerra, se adelantó una década a la ola de ficciones sobre la Guerra Civil. “Una voz de mujer que le devuelve el pasado al hijo que quiere convertir la incómoda casa familiar en un solar”, así ha descrito La buena letra su propio autor, al que le gusta “bromear” diciendo que, en el fondo, era un libro contra el Decreto ley de Ordenación y Medidas Económicas aprobado el 30 de abril de 1985 y bautizado popularmente como ley Boyer, por el ministro de Economía de Felipe González. Aquel decreto permitía, por una parte, transformar las viviendas en locales comerciales independientemente de la calificación que tuvieran en los planes urbanísticos; por otra, suprimía la prórroga forzosa de los contratos de alquiler. “En 1991, poco antes de que se publicara la novela apareció en EL PAÍS un artículo que hablaba de esa ley”, cuenta Chirbes. “Lo escribió Isabel Vilallonga [entonces portavoz de Izquierda Unida en la Asamblea de Madrid], y si lo lees ahora ves cómo anunciaba todo lo que vino luego: subida de los precios, expulsión de los pobres del centro de las ciudades, especulación”.
Pese a su calidad literaria, sociología aparte, una novela así era entonces la voz en un desierto en fase de recalificación. Malos tiempos para la memoria. Nadie necesitaba un aguafiestas. ¿Cómo se hubiese leído 10 años después? “Quizás hubiera sido parte del coro, nada más”, responde su autor. “El escritor tiene que ser pulga y liebre para que no te atrapen. En cuanto te descuidas, te han trincado. Dicen: ‘Crematorio, ¡cómo anunciaba! ¡qué lucidez!’. Te atrapan, pero nadie se da por aludido. Todo son modas. ¿Quién habla ahora de las fosas?”.
Con todo, La buena letra está detrás de un argumento que se repite cada vez que se habla de Rafael Chirbes: tiene más lectores en Alemania que en España. “Fue mérito de Reich-Ranicki, no de los libros”, dice él refiriéndose al prestigioso crítico literario que proclamó en su programa de televisión que La larga marcha, su quinta novela, era “el libro que necesitaba Europa”. Algo más tarde, cosa rara en alguien que pocas veces recomendaba dos obras de un mismo autor, se deshizo en elogios hacia La buena letra. La novela, además, protagonizó la tercera edición del programa del ayuntamiento de Colonia Un libro para una ciudad. Vendió 50.000 ejemplares en una semana. Los dos autores que habían precedido al escritor español eran Orhan PamukHaruki Murakami.
No aguanto la doble moral, y me molesta el que llega arriba y desprecia al de abajo. Hay una especie de amor por los de abajo en todos mis libros. No me acabo de curar de eso.
A aquella historia de una mujer vencida le siguió, dos años más tarde y con idéntica maestría, Los disparos del cazador, la novela de un vencedor, un padre que —“es otro de mis temas”— carga con el desprecio de su hijo por haber ganado dinero. En su caso, con la guerra. En el caso del protagonista de Crematorio, con la corrupción inmobiliaria. “Los desprecian pero aceptan su dinero”, avisa el escritor. Como dice una de las voces de En la orilla, durante la posguerra no todo fue represión, “hubo su parte de negocio”: tierras, puestos administrativos y cátedras cambiaron de manos. “La Transición no quiso revisar todo eso. Nadie devolvió nada. La memoria llevada a sus últimas consecuencias es una amenaza para el presente porque todo sale de un crimen originario. Puro Walter Benjamin”. Posguerra y Transición, padres e hijos recorren también novelas como La larga marcha (1996), La caída de Madrid (2000) y Los viejos amigos (2003), que retratan la llegada al poder de una generación que, según Chirbes, rebajó sus ideales con un disolvente: el dinero. “La izquierda llegó al poder diciendo ‘no se puede porque están los militares’ y terminó ‘esto es un chollo”. De la ideología a la economía, de la resistencia a la abundancia: “Fue un ministro socialista el que dijo que España era el país de Europa en el que se podía ganar más dinero en menos tiempo”. “De la gran ilusión a la gran ocasión”, se lee en la nueva novela. “Esa frase es de Gregorio Morán. El libro está lleno de homenajes”.
“Si para algo sirve el dinero es para comprarles inocencia a tus descendientes”, dice otro de los personajes de En la orilla, cuyo protagonista es hijo de una víctima del franquismo pero íntimo del hijo de una familia franquista, un crítico gastronómico un tanto fantasma al que Chirbes ha prestado parte de su experiencia. “Sí, podría ser yo, pero engrandecido”, dice con sorna el escritor, que llegó a dirigir la revista Sobremesa. Allí publicó los reportajes de viaje —Pekín, Halifax, Leningrado, Coimbra— que en 2004 formaron el volumen El viajero sedentario. “Entrar en la revista evitó que entrara en política”, explica. “Ya no viajo. Vivo solo en Beniarbeig, fuera del pueblo, con dos perros y dos gatos. Leo, apenas escribo. Cocino. Si cocinas manchas mucho. Lo limpio. Pasa el tiempo. Ya sé que tan solo te puedes volver majara”.
Dice Chirbes que para escribir hace falta un desparpajo que a él se le ha ido. Aunque matiza: “Están las novelas, cierto, pero como son mentira… Aun así, tengo miedo de que venga un carpintero y me diga: ‘en las serradoras no se apoya uno”. El escritor sostiene que entre los valores que le quedan está la defensa de “las cosas bien hechas”, pero admite que sus libros defienden todavía ciertas ideas: “Y sobre todo, repugnan ciertos comportamientos: no aguanto la doble moral, y me molesta el que llega arriba y desprecia al de abajo. Hay una especie de amor por los de abajo en todos mis libros. No me acabo de curar de eso. Será porque vengo de clase baja. Su culpa o su inocencia se la ganan con el sudor de su frente. Aunque a veces los odias”.
Si los libros de Chirbes no dejan títere con cabeza, En la orilla deja aún menos resquicios para la esperanza. “Es una novela de sexo y dinero porque todo ya es envoltorio, una estafa”, dice el novelista, que escribe sin concesiones, pero es todo cordialidad en el trato. Cuando habla pregunta, se pregunta, se revuelve, duda. Bien pensado, como en sus libros: “Siempre había tenido momentos de emoción con las novelas. Con Mimoun estaba feliz, y cuando acabé La buena letra pasé tres meses que lloraba todos los días. Ahora, ni un instante de emoción. Ni siquiera mientras corregía, que siempre dices: ‘esto me ha quedado bien’. Nada. Como si fuera de otro, esquinado. Eso es una putada. Si no escribo, leo y doy de comer a los perros. Ya está. Antes escribía cuadernitos, ideas, lo que estaba leyendo, tonterías. Ahora ni eso. Tampoco sé la posición que tengo ante las cosas. Por eso en mis novelas haya tantas voces. Es lo que permite ver la realidad como un prisma… uf, eso sí que queda cursi; digamos que viéndole las distintas caras. No sé qué pensar. Leo: ‘las redes sociales arden’. Y se me ponen los pelos de punta. Digo: ‘esto es la Inquisición’. Clandestina y extendida. Lo mejor, estar calladito y escondido, pero ¿no será una cobardía? Digamos que he renunciado a mi vida social, lo cual está en contradicción con el hecho de que estemos hablando ahora, así que eso me provoca otra contradicción más. Como tampoco trato con gente literata, pienso: ‘vaya, por un libro cuánto revuelo’'. O sea, que estoy raro”.

 

La tramoya de la España de los últimos 70 años


Los libros de Rafael Chirbes, publicados por Anagrama, destilan un trabajo obsesivo de lenguaje y montaje, pero también dejan ver la tramoya de la España de los últimos 70 años.
La buena letra (1992). “La buena letra es el disfraz de las mentiras”, dice la narradora, que en centenar y medio de páginas dirigidas a su hijo despliega lo que el crítico Santos Alonso describió como una “dura reflexión sobre las consecuencias de la Guerra Civil en los vencidos y el poder de la cultura sobre los que no han tenido acceso a ella”. Su complemento perfecto es otra novela corta, Los disparos del cazador (1994), retrato de un viejo franquista con hijo ingrato. Sin maniqueísmos. Son la mejor manera de empezar a leer a Chirbes.
La larga marcha (1996). Guerra y posguerra; el franquismo y la lucha antifranquista de sus propios herederos. Le siguió La caída de Madrid (2000), centrada en el 19 de noviembre de 1975, el día anterior a la muerte de Franco.
Crematorio (2007). Precedida por Los viejos amigos (2003), las palabras corrupción y prostitución, desencanto y cinismo servirían para resumir una novela que es mucho más que sus temas: el retrato del pelotazo inmobiliario en la costa levantina, también un testamento. Literatura grande escrita a degüello, en tensión, sin consuelos. Ganó el Premio de la Crítica.
Por cuenta propia (2010). Junto a El novelista perplejo (2002), reúne los ensayos de Rafael Chirbes sobre literatura: de La Celestina a Max Aub pasando por Galdós o Aldecoa. La legitimidad del presente a la luz del pasado es otro de sus asuntos. Se abre con el magistral ‘La estrategia del boomerang’, donde el escritor se explica a sí mismo y explica su teoría de la novela.