jueves, 31 de diciembre de 2015

"Drácula": temas (6)


La histeria de Van Helsing

   En el caso de Van Helsing, Seward escribe que “dio paso a un ajuste periódico de la histeria”, y aunque es claro que se trata de una “cosa de mujeres”, para él (como Seward añade: “He intentado ser severo con él, como lo es uno con una mujer en ciertas circunstancias”), no deja de ser un hombre que está histérico en esa situación, no una mujer. La causa de la histeria del profesor es la contemplación de la creencia de Arthur de que la transfusión de sangre que le hicieron a Lucy “la hizo verdaderamente su esposa”. Ya que Van Helsing, el doctor Seward y Quincey Morris donaron su sangre a Lucy, sin que Arthur lo sepa en este momento, la angustia de Van Helsing se debe a que “esta dama tan dulce es un poliandra”. Al referirse a ella como tal, Van Helsing no sólo pone de manifiesto que sus histerias no sólo son resultado de lo que él ve como la impureza de la casta Lucy, sino porque relaciona las transfusiones de sangre para la consumación del matrimonio con una connotación sexual. En el caso de Arthur, su episodio de histeria ocurre después de que Mina lo presenta con su compilación en máquina de escribir de diarios y revistas, y de que Quincey lo deja bajo el cuidado “materno”. Ahora que Arthur es capaz de liberar sus emociones reprimidas con respecto a la muerte definitiva de Lucy con una confortante figura materna, se “puso completamente histérico y “temblaba de emoción”.

CUENTOS. "Un recuerdo navideño". Truman Capote

Truman Capote

UN RECUERDO NAVIDEÑO


Imaginen una mañana de finales de noviembre. Una mañana de comienzos de invierno, hace más de veinte años. Piensen en la cocina de un viejo caserón de pueblo. Su principal característica es una enorme estufa negra; pero también contiene una gran mesa redonda y una chimenea con un par de mecedoras delante. Precisamente hoy comienza la estufa su temporada de rugidos.
Una mujer de trasquilado pelo blanco se encuentra de pie junto a la ventana de la cocina. Lleva zapatillas de tenis y un amorfo pulóver gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida.
—¡Vaya por Dios! —exclama, y su aliento empaña el cristal—. ¡Ha llegado la temporada de las tartas de frutas!
La persona con la que habla soy yo. Tengo siete años; ella, sesenta y tantos. Somos primos, muy lejanos, y hemos vivido juntos, bueno, desde que tengo memoria. También viven otras personas en la casa, parientes; y aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, en general, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro. Ella me llama Buddy, en recuerdo de un chico que antiguamente había sido su mejor amigo. El otro Buddy murió en los años ochenta del siglo pasado, de pequeño. Ella sigue siendo pequeña.
—Lo he sabido antes de levantarme de la cama —dice, volviéndole la espalda a la ventana y con una mirada de determinada excitación—. La campana del patio sonaba fría y clarísima. Y no cantaba ningún pájaro; se han ido a tierras más cálidas, ya lo creo que sí. Mira, Buddy, deja de comer galletas y ve a traer nuestro coche. Ayúdame a buscar el sombrero. Tenemos que preparar treinta tartas.
Siempre ocurre lo mismo; llega cierta mañana de noviembre, y mi amiga, como si inaugurase oficialmente esa temporada navideña anual que le dispara la imaginación y aviva el fuego de su corazón, anuncia:
—¡Ha llegado la temporada de las tartas! Ve a traer nuestro coche. Ayúdame a buscar el sombrero.
Y aparece el sombrero, que es de paja, bajo de copa y muy ancho de ala, y con un corsé de rosas de terciopelo marchitadas por la intemperie: antiguamente era de una parienta que vestía muy a la moda. Guiamos juntos el coche, un desvencijado cochecillo de niño, por el jardín, camino de la arboleda de pacanas. El cochecito es mío; es decir que lo compraron para mí cuando nací. Es de mimbre, y está bastante destrenzado, y sus ruedas se bambolean como las piernas de un borracho. Pero es un objeto fiel; en primavera lo llevamos al bosque para llenarlo de flores, hierbas y helechos para las macetas de la entrada; en verano, amontonamos en él toda la parafernalia de las meriendas campestres, junto con las cañas de pescar, y bajamos hasta la orilla de algún riachuelo; en invierno también tiene algunas funciones: es la camioneta en la que trasladamos la leña desde el patio hasta la chimenea, y le sirve de cálida cama a Queenie, nuestra pequeña terrier anaranjada y blanca, un animal resistente que ha sobrevivido a mucho malhumor y a dos mordeduras de serpiente de cascabel. En este momento Queenie anda trotando en pos del coche.
Al cabo de tres horas nos encontramos de nuevo en la cocina, descascarillando una carretada de pacanas que el viento ha hecho caer de los árboles. Nos duele la espalda de tanto agacharnos a recogerlas: ¡qué difíciles han sido de encontrar (pues la parte principal de la cosecha se la han llevado, después de sacudir los árboles, los dueños de la arboleda, que no somos nosotros) bajo las hojas que las ocultaban, entre las hierbas engañosas y heladas! ¡Caaracrac! Un alegre crujido, fragmentos de truenos en miniatura que resuenan al partir las cáscaras mientras en la jarra de leche sigue creciendo el dorado montón de dulce y aceitosa fruta marfileña. Queenie comienza a relamerse, y de vez en cuando mi amiga le da furtivamente un pedacito, pese a que insiste en que nosotros ni siquiera las probemos.
—No debemos hacerlo, Buddy. Como empecemos, no habrá quien nos pare. Y ni siquiera con las que hay tenemos suficiente. Son treinta tartas.
La cocina va oscureciéndose. El crepúsculo transforma la ventana en un espejo: nuestros reflejos se entremezclan con la luna ascendente mientras seguimos trabajando junto a la chimenea a la luz del hogar. Por fin, cuando la luna ya está muy alta, echamos las últimas cáscaras al fuego y, suspirando al unísono, observamos cómo van prendiendo. El coche está vacío; la jarra, llena hasta el borde.
Tomamos la cena (galletas frías, panceta, mermelada de zarzamora) y hablamos de lo del día siguiente. Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta: ir de compras. Cerezas y cidras, jengibre y vainilla y ananá hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, manteca, muchísimos huevos, especias, esencias: pero ¡si nos hará falta un pony para tirar del coche hasta casa!
Pero, antes de comprar, queda la cuestión del dinero. Ninguno de los dos tiene ni cinco. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de durazno en conserva, o recoger flores para funerales y bodas. Una vez ganamos el septuagésimo noveno premio, cinco dólares, en un concurso nacional de rugby. Y no porque sepamos ni jota de rugby. Sólo porque participamos en todos los concursos de los que tenemos noticia: en este momento nuestras esperanzas se centran en el Gran Premio de cincuenta mil dólares que ofrecen por inventar el nombre de una nueva marca de cafés (nosotros hemos propuesto «A. M.»; y después de dudarlo un poco, porque a mi amiga le parecía sacrílego, como eslogan «¡A. M.! ¡Amén!»). Para ser sincero, nuestra única actividad provechosa de verdad fue lo del Museo de Monstruos y Feria de Atracciones que organizamos hace un par de veranos en una leñera. Las atracciones consistían en proyecciones de linterna mágica con vistas de Washington y Nueva York prestadas por un familiar que había estado en esos lugares (y que se puso furioso cuando se enteró del motivo por el que se las habíamos pedido); el Monstruo era un polluelo de tres patas, recién incubado por una de nuestras gallinas. Toda la gente de por aquí quería ver al polluelo: les cobrábamos cinco centavos a los adultos y dos a los niños. Y llegamos a ganar nuestros buenos veinte dólares antes de que el museo cerrara sus puertas debido a la defunción de su principal estrella.
Pero entre unas cosas y otras vamos acumulando cada año nuestros ahorros navideños, el Fondo para Tartas de Frutas. Guardamos escondido este dinero en un viejo monedero de cuentas, debajo de una tabla suelta que está debajo del piso que está debajo del orinal que está debajo de la cama de mi amiga. Sólo sacamos el monedero de su seguro escondrijo para hacer un nuevo depósito, o, como suele ocurrir los sábados, para algún reintegro; porque los sábados me corresponden diez centavos para el cine. Mi amiga no ha ido jamás al cine, ni tiene intención de hacerlo:
—Prefiero que tú me cuentes la historia, Buddy. Así puedo imaginármela mejor. Además, las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verlo bien.
Aparte de no haber visto ninguna película, tampoco ha comido en ningún restaurante, viajado a más de cinco kilómetros de casa, recibido o enviado telegramas, leído nada que no sean historietas y la Biblia, usado cosméticos, pronunciado palabrotas, deseado mal alguno a nadie, mentido a conciencia, ni dejado que ningún perro pasara hambre. Y éstas son algunas de las cosas que ha hecho, y que suele hacer: matar con una azada la mayor serpiente de cascabel jamás vista en este condado (dieciséis cascabeles), tomar rapé (en secreto), domesticar colibríes (desafío a cualquiera a que lo intente) hasta conseguir que se mantengan en equilibrio sobre uno de sus dedos, contar historias de fantasmas (tanto ella como yo creemos en los fantasmas) tan estremecedoras que te dejan helado hasta en julio, hablar consigo misma, pasear bajo la lluvia, cultivar las camelias más bonitas de todo el pueblo, aprenderse la receta de todas las antiguas pócimas curativas de los indios, entre otras, una fórmula mágica para quitar las verrugas.
Ahora, terminada la cena, nos retiramos a la habitación que hay en una parte remota de la casa, y que es el lugar donde mi amiga duerme, en una cama de hierro pintada de rosa chillón, su color preferido, cubierta con una colcha de retazos. En silencio, saboreando los placeres de los conspiradores, sacamos de su secreto escondrijo el monedero de cuentas y derramamos su contenido sobre la colcha. Billetes de un dólar, enrollados como un canuto y verdes como brotes de mayo. Sombrías monedas de cincuenta centavos, tan pesadas que sirven para cerrarle los ojos a un difunto. Preciosas monedas de diez centavos, las más alegres, las que tintinean de verdad. Monedas de cinco y veinticinco centavos, tan pulidas por el uso como piedras de río. Pero, sobre todo, un detestable montón de hediondas monedas de un centavo. El pasado verano, otros habitantes de la casa nos contrataron para matar moscas, a un centavo por cada veinticinco moscas muertas. Ah, aquella carnicería de agosto: ¡cuántas moscas volaron al cielo! Pero no fue un trabajo que nos enorgulleciera. Y, mientras vamos contando los centavos, es como si volviésemos a tabular moscas muertas. Ninguno de los dos tiene facilidad para los números; contamos despacio, nos descontamos, volvemos a empezar. Según sus cálculos, tenemos 12.73 dólares. Según los míos, trece dólares exactamente.
—Espero que te hayas equivocado tú, Buddy. Más nos vale andar con cuidado si son trece. Se nos deshincharán las tartas. O enterrarán a alguien. Por Dios, en la vida se me ocurriría levantarme de la cama un día trece.
Lo cual es cierto: se pasa todos los días trece en la cama. De modo que, para asegurarnos, sustraemos un centavo y lo tiramos por la ventana.
De todos los ingredientes que utilizamos para hacer nuestras tartas de frutas no hay ninguno tan caro como el whisky, que, además, es el más difícil de adquirir: su venta está prohibida por el Estado. Pero todo el mundo sabe que se le puede comprar una botella a Mr. Jajá Jones. Y al día siguiente, después de haber terminado nuestras compras más prosaicas, nos encaminamos al negocio de Mr. Jajá, un «pecaminoso» (por citar la opinión pública) bar de pescado frito y baile que está a la orilla del río. No es la primera vez que vamos allí, y con el mismo propósito; pero los años anteriores hemos hecho tratos con la mujer de Jajá, una india de piel negra como la tintura de yodo, reluciente cabello oxigenado, y aspecto de muerta de cansancio. De hecho, jamás hemos puesto la vista encima de su marido, aunque hemos oído decir que también es indio. Un gigante con cicatrices de navajazos en las mejillas. Le llaman Jajá por lo tristón, nunca ríe. Cuando nos acercamos al bar (una amplia cabaña de troncos, festoneada por dentro y por fuera con guirnaldas de bombitas desnudas pintadas de colores vivos, y situada en la embarrada orilla del río, a la sombra de unos árboles por entre cuyas ramas crece el musgo como niebla gris) frenamos nuestro paso. Incluso Queenie deja de brincar y permanece cerca de nosotros. Ha habido asesinatos en el bar de Jajá. Gente descuartizada. Descalabrada. El mes próximo irá al juzgado uno de los casos. Naturalmente, esta clase de cosas ocurren por la noche, cuando gimotea el fonógrafo y las bombitas pintadas proyectan demenciales sombras. De día, el local de Jajá es destartalado y está desierto. Llamo a la puerta, ladra Queenie, grita mi amiga:
—¡Mrs. Jajá! ¡Eh, señora! ¿Hay alguien en casa?
Pasos. Se abre la puerta. Nuestros corazones dan un vuelco. ¡Es Mr. Jajá Jones en persona! Y es un gigante; y tiene cicatrices; y no sonríe. Qué va, nos lanza miradas llameantes con sus satánicos ojos rasgados, y quiere saber:
—¿Qué quieren de Jajá?
Durante un instante nos quedamos tan paralizados que no podemos decírselo. Al rato, mi amiga medio encuentra su voz, apenas una vocecilla susurrante:
—Si no le importa, Mr. Jajá, querríamos un litro del mejor whisky que tenga.
Los ojos se le rasgan todavía más. ¿No es increíble? ¡Mr. Jajá está sonriendo! Hasta riendo.
—¿Cuál de los dos es el bebedor?
—Es para hacer tartas de frutas, Mr. Jajá. Para cocinar.
Esto le templa el ánimo. Frunce el ceño.
—Qué manera de tirar un buen whisky.
No obstante, se retira hacia las sombras del bar y reaparece unos cuantos segundos después con una botella de contenido amarillo margarita, sin etiqueta. Exhibe su centelleo a la luz del sol y dice:
—Dos dólares.
Le pagamos con monedas de diez, cinco y un centavo. De repente, al tiempo que hace sonar las monedas en la mano cerrada, como si fueran dados, se le suaviza la expresión.
—¿Saben lo que les digo? —nos propone, devolviendo el dinero a nuestro monedero de cuentas—. Páguenmelo con unas cuantas tartas de frutas.
De vuelta a casa, mi amiga comenta:
—Pues a mí me ha parecido un hombre encantador. Pondremos una tacita más de pasas en su tarta.
La estufa negra, cargada de carbón y leña, brilla como una calabaza iluminada. Giran velozmente los batidores de huevos, dan vueltas como locas las cucharas en cuencos cargados de mantequilla y azúcar, endulza el ambiente la vainilla, lo hace picante el jengibre; unos olores combinados que hacen que te hormiguee la nariz saturan la cocina, empapan la casa, salen volando al mundo arrastrados por el humo de la chimenea. Al cabo de cuatro días hemos terminado nuestra tarea. Treinta y una tartas, ebrias de whisky, se tuestan al sol en los estantes y los alféizares de las ventanas.
¿Para quién son?
Para nuestros amigos. No necesariamente amigos de la vecindad: de hecho, la mayor parte las hemos hecho para personas con las que quizá sólo hemos hablado una vez, o ninguna. Gente de la que nos hemos encaprichado. Como el presidente Roosevelt. Como el reverendo J. C. Lucey y señora, misioneros baptistas en Borneo, que el pasado invierno dieron unas conferencias en el pueblo. O el pequeño afilador que pasa por aquí dos veces al año. O Abner Packer, el conductor del autobús de las seis que, cuando llega de Mobile, nos saluda con la mano cada día al pasar delante de casa envuelto en un torbellino de polvo. O los Wiston, una joven pareja californiana cuyo automóvil se averió una tarde ante nuestro portal, y que pasó una agradable hora charlando con nosotros (el joven Wiston nos sacó una foto, la única que nos han sacado en nuestra vida). ¿Es debido a que mi amiga siente timidez ante todo el mundo, excepto los desconocidos, que esos desconocidos, y otras personas a quienes apenas hemos tratado, son para nosotros nuestros más auténticos amigos? Creo que sí. Además, los cuadernos donde conservamos las notas de agradecimiento con membrete de la Casa Blanca, las ocasionales comunicaciones que nos llegan de California y Borneo, las postales de un centavo firmadas por el afilador, hacen que nos sintamos relacionados con unos mundos rebosantes de acontecimientos, situados muy lejos de la cocina y de su precaria vista de un cielo recortado.
Una desnuda rama de higuera decembrina araña la ventana. La cocina está vacía, han desaparecido las tartas; ayer llevamos las últimas al correo, cargadas en el coche, y una vez allí tuvimos que vaciar el monedero para pagar las estampillas. Estamos en la ruina. Es una situación que me deprime notablemente, pero mi amiga está empeñada en que lo celebremos: con los dos centímetros de whisky que nos quedan en la botella de Jajá. A Queenie le echamos una cucharada en su café (le gusta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato comenzamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía, sólo: Ven, ven, ven a bailar cimbrando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de zapateo americano en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa.
Entran dos parientes. Muy enfadados. Potentes, con miradas censoras, lenguas severas. Escuchen lo que dicen, sus palabras amontonándose unas sobre otras hasta formar una canción iracunda:
—¡Un niño de siete años oliendo a whisky! ¡Te has vuelto loca! ¡Dárselo a un niño de siete años! ¡Estás chiflada! ¡Vas por mal camino! ¿Te acuerdas de la prima Kate? ¿Del tío Charlie? ¿Del cuñado del tío Charlie? ¡Qué escándalo! ¡Qué vergüenza! ¡Qué humillación! ¡Arrodíllate, reza, pídele perdón al Señor!
Queenie se esconde debajo de la estufa. Mi amiga se queda mirando vagamente sus zapatillas, le tiembla el mentón, se levanta la falda, se suena y se va corriendo a su cuarto. Mucho después de que el pueblo haya ido a acostarse y la casa esté en silencio, con la sola excepción de los carillones de los relojes y el chisporroteo de los fuegos casi apagados, mi amiga llora contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda.
—No llores —le digo, sentado a los pies de la cama y temblando a pesar del camisón de franela, que aún huele al jarabe de la tos que tomé el invierno pasado—, no llores —le suplico, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas—, eres demasiado vieja para llorar.
—Por eso lloro —dice ella, hipando—. Porque soy demasiado vieja. Vieja y ridícula.
—Ridícula no. Divertida. Más divertida que nadie. Oye, como sigas llorando, mañana estarás tan cansada que no podremos ir a cortar el árbol.
Se endereza. Queenie salta encima de la cama (lo cual le está prohibido) para lamerle las mejillas.
—Conozco un sitio donde encontraremos árboles de verdad, preciosos, Buddy. Y también hay acebo. Con bayas tan grandes como tus ojos. Está en el bosque, muy adentro. Más lejos de lo que nunca hemos ido. Papá nos traía de allí los árboles de Navidad: se los cargaba al hombro. Eso era hace cincuenta años. Bueno, no sabes lo impaciente que estoy porque amanezca.
De mañana. La escarcha helada da brillo a la hierba; el sol, redondo como una naranja y anaranjado como una luna de verano, cuelga en el horizonte y bruñe los plateados bosques invernales. Chilla un pavo silvestre. Un cerdo renegado gruñe entre la maleza. Pronto, junto a la orilla del poco profundo riachuelo de aguas veloces, tenemos que abandonar el coche. Queenie es la primera en vadear la corriente, chapotea hasta el otro lado, ladrando en son de queja porque la corriente es muy fuerte, tan fría que seguro que se agarra una pulmonía. Nosotros la seguimos, con el calzado y los utensilios (un hacha pequeña, un saco de arpillera) sostenidos encima de la cabeza. Dos kilómetros más: de espinas, erizos y zarzas que se nos enganchan en la ropa; de herrumbrosas agujas de pino, y con el brillo de los coloridos hongos y las plumas caídas. Aquí, allá, un destello, un temblor, un éxtasis de trinos nos recuerdan que no todos los pájaros han volado hacia el sur. El camino serpentea siempre por entre charcos alimonados de sol y sombríos túneles de enredaderas. Hay que cruzar otro arroyo: una fastidiada flota de moteadas truchas hace espumear el agua a nuestro alrededor, mientras unas ranas del tamaño de platos se entrenan a darse panzadas; unos obreros castores construyen un dique. En la otra orilla, Queenie se sacude y tiembla. También tiembla mi amiga: no de frío, sino de entusiasmo. Una de las maltrechas rosas de su sombrero deja caer un pétalo cuando levanta la cabeza para inhalar el aire cargado del aroma de los pinos.
—Casi hemos llegado. ¿No lo hueles, Buddy? —dice, como si estuviéramos aproximándonos al océano.
Y, en efecto, es como una especie de océano. Aromáticas extensiones ilimitadas de árboles navideños, de acebos de hojas punzantes. Bayas rojas tan brillantes como campanillas sobre las que se ciernen, gritando, negros cuervos. Tras haber llenado nuestros sacos de arpillera con la cantidad suficiente de verde y rojo como para adornar una docena de ventanas, nos disponemos a elegir el árbol.
—Tendría que ser —dice mi amiga— el doble de alto que un chico. Para que ningún chico pueda robarle la estrella.
El que elegimos es el doble de alto que yo. Un valiente y bello bruto que aguanta treinta hachazos antes de caer con un grito crujiente y estremecedor. Cargándolo como si fuese una pieza de caza, comenzamos la larga expedición de regreso. Cada pocos metros abandonamos la lucha, nos sentamos, jadeamos. Pero poseemos la fuerza del cazador victorioso que, sumada al perfume viril y helado del árbol, nos hace revivir, nos incita a continuar. Muchas felicitaciones acompañan nuestro crepuscular regreso por el camino de roja arcilla que conduce al pueblo; pero mi amiga se muestra esquiva y vaga cuando la gente elogia el tesoro que llevamos en el coche: qué árbol tan precioso, ¿de dónde lo han sacado?
—De allá lejos —murmura ella con imprecisión.
Una vez se detiene un coche, y la perezosa mujer del rico dueño de la fábrica se asoma y gimotea:
—Les doy veinticinco centavos por ese árbol.
En general, a mi amiga le da miedo decir que no; pero en esta ocasión rechaza prontamente el ofrecimiento con la cabeza:
—Ni por un dólar.
La mujer del empresario insiste.
—¿Un dólar? De ningún modo. Cincuenta centavos. Es mi última oferta. Pero, mujer, puedes ir por otro.
En respuesta, mi amiga reflexiona amablemente:
—Lo dudo. Nunca hay dos de nada.
En casa: Queenie se desploma junto al fuego y duerme hasta el día siguiente, roncando como un ser humano.
Un baúl que hay en la buhardilla contiene: una caja de zapatos llena de colas de armiño (procedentes de la capa que usaba para ir a la ópera cierta extraña dama que en tiempos alquiló una habitación de la casa), varios rollos de gastadas cenefas de oropel que el tiempo ha acabado dorando, una estrella de plata, una breve tira de bombitas en forma de vela, fundidas y seguramente peligrosas. Adornos magníficos, hasta cierto punto, pero no son suficientes: mi amiga quiere que el árbol arda «como la vidriera de una iglesia baptista», que se le doblen las ramas bajo el peso de una copiosa nevada de adornos. Pero no podemos permitimos el lujo de comprar los esplendores made in Japan que venden en la tienda de baratijas. De modo que hacemos lo mismo que hemos hecho siempre: pasamos días y días sentados a la mesa de la cocina, armados de tijeras, lápices y montones de papeles de colores. Yo trazo los perfiles y mi amiga los recorta: gatos y más gatos, y también peces (porque es fácil dibujarlos), unas cuantas manzanas, otras tantas sandías, algunos ángeles alados hechos de las hojas de papel de estaño que guardamos cuando comemos chocolate. Utilizamos imperdibles para sujetar todas estas creaciones al árbol; a modo de toque final, espolvoreamos por las ramas bolitas de algodón (recogido para este fin el pasado agosto). Mi amiga, estudiando el efecto, entrelaza las manos.
—Dime la verdad, Buddy. ¿No está para comérselo?
Queenie intenta comerse un ángel.
Después de trenzar y adornar con cintas las coronas de acebo que ponemos en cada una de las ventanas de la fachada, nuestro siguiente proyecto consiste en inventar regalos para la familia. Pañuelos teñidos a mano para las señoras y, para los hombres, jarabe casero de limón y regaliz y aspirina, que debe ser tomado «en cuanto aparezcan Síntomas de Resfriado y Después de Salir de Caza». Pero cuando llega la hora de preparar el regalo que nos haremos el uno al otro, mi amiga y yo nos separamos para trabajar en secreto. A mí me gustaría comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango, una radio, medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate (las probamos una vez, y desde entonces está siempre jurando que podría alimentarse sólo de ellas: «Te lo juro, Buddy, bien sabe Dios que podría… y no tomo su nombre en vano»). En lugar de eso, le estoy haciendo un barrilete. A ella le gustaría comprarme una bicicleta (lo ha dicho millones de veces: «Si pudiera, Buddy. La vida ya es bastante mala cuando tienes que prescindir de las cosas que te gustan a ti; pero, diablos, lo que más me enfurece es no poder regalar aquello que les gusta a los otros. Pero cualquier día te la consigo, Buddy. Te localizo una bici. Y no me preguntes cómo. Quizá la robe»). En lugar de eso, estoy casi seguro de que me está haciendo un barrilete: igual que el año pasado, y que el anterior. El anterior a ése nos regalamos sendas hondas. Todo lo cual me está bien: porque somos los reyes a la hora de hacer volar los barriletes, y sabemos estudiar el viento como los marineros; mi amiga, que sabe más que yo, hasta es capaz de hacer que flote un barrilete cuando no hay ni la brisa suficiente para traer nubes.
La tarde anterior a la Nochebuena nos agenciamos una moneda de veinte centavos y vamos a la carnicería para comprarle a Queenie su regalo tradicional, un buen hueso masticable de buey. El hueso, envuelto en papel de fantasía, queda situado en la parte más alta del árbol, junto a la estrella. Queenie sabe que está allí. Se sienta al pie del árbol y mira hacia arriba, en un éxtasis de codicia: llega la hora de acostarse y no se quiere mover ni un centímetro. Yo me siento tan excitado como ella. Me destapo a patadas y me paso la noche dándole vueltas a la almohada, como si fuese una de esas noches tan sofocantes de verano. Canta desde algún lugar un gallo: equivocadamente, porque el sol sigue estando al otro lado del mundo.
—¿Estás despierto, Buddy?
Es mi amiga, que me llama desde su cuarto, justo al lado del mío; y al cabo de un instante ya está sentada en mi cama, con una vela encendida.
—Mira, no puedo pegar ojo —declara—. La cabeza me da más brincos que una liebre. Oye, Buddy, ¿crees que Mrs. Roosevelt servirá nuestra tarta para la cena?
Nos arrebujamos en la cama, y ella me aprieta la mano diciendo te quiero.
—Me da la sensación de que antes tenías la mano mucho más pequeña. Supongo que detesto la idea de verte crecer. ¿Seguiremos siendo amigos cuando te hagas mayor?
Yo le digo que siempre.
—Pero me siento horriblemente mal, Buddy. No sabes la de ganas que tenía de regalarte una bici. He intentado vender el camafeo que me regaló papá. Buddy —vacila un poco, como si estuviese muy avergonzada—, te he hecho otro barrilete.
Luego le confieso que también yo le he hecho un barrilete, y nos reímos. La vela ha ardido tanto rato que ya no hay quien la sostenga. Se apaga, delata la luz de las estrellas que dan vueltas en la ventana como unos villancicos visuales que lenta, muy lentamente, va acallando el amanecer. Seguramente dormitamos; pero la aurora nos salpica como si fuese agua fría; nos levantamos, con los ojos como platos y errando de un lado para otro mientras aguardamos a que los demás se despierten. Con toda la mala intención, mi amiga deja caer un cacharro metálico en el suelo de la cocina. Yo zapateo ante las puertas cerradas. Uno a uno, los parientes emergen, con cara de sentir deseos de asesinarnos a ella y a mí; pero es Navidad, y no pueden hacerlo. Primero, un desayuno lujoso: todo lo que se pueda imaginar, desde panqueques y ardilla frita hasta maíz tostado y miel en panal. Lo cual pone a todo el mundo de buen humor, con la sola excepción de mi amiga y yo. La verdad, estamos tan impacientes por llegar a lo de los regalos que no conseguimos tragar ni un bocado.
Pues bien, me llevo una decepción. ¿Y quién no? Unos calcetines, una camisa para ir a la escuela dominical, unos cuantos pañuelos, un pulóver usado, una suscripción por un año a una revista religiosa para niños: El pastorcillo. Me sacan de quicio. De verdad.
El botín de mi amiga es mejor. Su principal regalo es una bolsa de mandarinas. Pero está mucho más orgullosa de un chal de lana blanca que le ha tejido su hermana, la que está casada. Pero dice que su regalo favorito es el barrilete que le he hecho yo. Y, en efecto, es muy bonito; aunque no tanto como el que me ha hecho ella a mí, azul y salpicado de estrellitas verdes y doradas de Buena Conducta; es más, lleva mi nombre, «Buddy», pintado.
—Hay viento, Buddy.
Hay viento, y nada importará hasta el momento en que bajemos corriendo al prado que queda cerca de casa, el mismo adonde Queenie ha ido a esconder su hueso (y el mismo en donde, dentro de un año, será enterrada Queenie). Una vez allí, nadando por la sana hierba que nos llega hasta la cintura, soltamos nuestras cometas, sentimos sus tirones de peces celestiales que flotan en el viento. Satisfechos, reconfortados por el sol, nos despatarramos en la hierba y pelamos mandarinas y observamos las cabriolas de nuestros barriletes. Me olvido enseguida de los calcetines y del pulóver usado. Soy tan feliz como si ya hubiésemos ganado el Gran Premio de cincuenta mil dólares de ese concurso de marcas de café.
—¡Ahí va, pero qué tonta soy! —exclama mi amiga, repentinamente alerta, como la mujer que se ha acordado demasiado tarde de los pasteles que había dejado en el horno—. ¿Sabes qué había creído siempre? —me pregunta en tono de haber hecho un gran descubrimiento, sin mirarme a mí, pues los ojos se le pierden en algún lugar situado a mi espalda—. Siempre había creído que para ver al Señor hacía falta que el cuerpo estuviese muy enfermo, agonizante. Y me imaginaba que cuando Él llegase sería como contemplar una vidriera baptista: tan bonito como cuando el sol se cuela a chorros por los cristales de colores, tan luminoso que ni te enteras de que está oscureciendo. Y ha sido una vidriera de colores en la que el sol se colaba a chorros, así de espectral. Pero apuesto a que no es eso lo que suele ocurrir. Apuesto a que, cuando llega a su final, la carne comprende que el Señor ya se ha mostrado. Que las cosas, tal como son —su mano traza un círculo, en un ademán que abarca nubes y barriletes y hierba, y hasta a Queenie, que está escarbando la tierra en la que ha enterrado su hueso—, tal como siempre las ha visto, eran verlo a Él. En cuanto a mí, podría dejar este mundo con un día como hoy en la mirada.
Ésta es la última Navidad que pasamos juntos.
La vida nos separa. Los Enterados deciden que mi lugar está en un colegio militar. Y a partir de ahí se sucede una desdichada serie de cárceles a toque de corneta, de sombríos campamentos de verano a toque de diana. Tengo además otra casa. Pero no cuenta. Mi casa está allí donde se encuentra mi amiga, y jamás la visito.
Y ella sigue allí, rondando por la cocina. Con Queenie como única compañía. Luego sola. («Querido Buddy», me escribe con su letra salvaje, difícil de leer, «el caballo de Jim Macy le dio ayer una horrible coz a Queenie. Demos gracias de que ella no llegó a enterarse del dolor. La envolví en una sábana de hilo, y la llevé en el coche al prado de Simpson, para que esté rodeada de sus Huesos…»). Durante algunos noviembres sigue preparando sus tartas de frutas sin nadie que la ayude; no tantas como antes, pero unas cuantas: y, por supuesto, siempre me envía «la mejor de todas». Además, me pone en cada carta una moneda de diez centavos acolchada con papel higiénico: «Vete a ver una película y cuéntame la historia». Poco a poco, sin embargo, en sus cartas tiende a confundirme con su otro amigo, el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama: llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: «¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!».
Y cuando eso ocurre, yo lo sé. El mensaje que lo cuenta no hace más que confirmar una noticia que cierta vena secreta ya había recibido, amputándome una insustituible parte de mí mismo, dejándola suelta como un barrilete cuyo cordel se ha roto. Por eso, cuando cruzo el césped del colegio en esta mañana de diciembre, no dejo de escrutar el cielo. Como si esperase ver, a manera de un par de corazones, dos barriletes perdidos que suben corriendo hacia el cielo.


NOTA.- Un "barrilete" es una cometa.

En Cuentos completos, Madrid, Anagrama, 2004. Traducción de Enrique Murillo.

martes, 29 de diciembre de 2015

"Drácula": temas (5)



Matices homoeróticos

   Además de atacar a las mujeres, también hay un trasfondo de temor de que Drácula pueda penetrar también a los hombres. Esto queda en evidencia cuando expresa señalando a Jonathan: “¡Este hombre me pertenece!”. Esta exclamación tiene matices homoeróticos, y es importante en su implicación de poder y control, al tiempo que refleja la controversia de género del siglo XIX. El debate sobre la sexualidad estaba activo; dos años antes de la publicación de Drácula en 1897, Oscar Wilde fue sometido a juicio por sodomía. De acuerdo con Christopher Craft, “la abierta ansiedad de la novela… deriva del interés que muestra Drácula en Jonathan Harker; la novela evoca esta amenaza sexual… pero nunca finalmente se representa si Drácula seducirá, penetrará o drenará a otro hombre”.
   Otro ejemplo de la ansiedad de rol de género es que Drácula se muestra en desacuerdo con respecto a la hipótesis victoriana de que los hombres son racionales y las mujeres emocionales. Como Alan Sinfield escribe en Manly Sentiments, “En la época de Wilde, el vínculo entre la (supuesta) feminidad y la sensibilidad emocional… había sido desde hace mucho tiempo el terreno de la competencia cultural”. La noción convencional es representada más claramente en la alabanza de Van Helsing a Mina: “Ella tiene el cerebro de un hombre… y el corazón de una mujer”. Sin embargo, se produce un giro con respecto a los personajes, que son directamente descritos como superados por la “histeria”. Una nota a pie de página en la Norton Critical Edition of Dracula señala que “la histeria” es un término que “se deriva de la palabra latina útero” y, por tanto, “asociada naturalmente a las mujeres”. Aunque en Drácula son hombres: Van Helsing y Arthur Holmwood. (Renfield, por supuesto, en un constante estado de histeria mientras espera a Drácula.) Freud escribe sobre el tema de la histeria: “A menudo encontramos en los hombres una combinación de las dos neurosis o la sustitución de una histeria inicial por una neurosis obsesiva tardía”. Esta premisa es interesante por sí sola, ya que lleva al lector a examinar las causas y los efectos de la histeria de los hombres.

POESÍA. "El muro". Jorge Galán (El Salvador, 1973)

Jorge Galán

El muro

Lo quitaron tan tarde, que todos habían olvidado que estaba allí
y nadie recordaba quiénes eran los otros
los del otro lado
por eso no hubo abrazos de bienvenida ni llantos ni vociferaciones
salvo de asombro
días más tarde, quizá meses más tarde,
cuando, serpenteando en los follajes genealógicos
descubrieron que eran parientes, y de ahí esos ojos marrones,

coincidentes, de esas abuelas melancólicas.

domingo, 27 de diciembre de 2015

"Drácula": temas (4)


Hogar, dulce hogar

   Significativa para la ideología victoriana fue la santidad del hogar y la familia, con la función fija de la madre dentro de ellos. “Escrito durante el fin de la decadencia y el nacimiento del psicoanálisis, Drácula celebra la búsqueda final de Stoker para salvaguardar los valores victorianos asediados por el modernismo, para preservar el romance de la familia”, escribe Belford. ¡Pero qué familia creó Stoker en Drácula! La palabra “disfuncional” adquiere un nuevo significado. Si nos fijamos en los personajes de la novela en términos de una unidad familiar, su casa es un asilo para enfermos mentales, tres de los hermanos han propuesto matrimonio a la madre, quien más tarde muere a pesar de sus intentos por unir a los hombres, y su segunda madre es corrompida por el padre primigenio, que es una amalgama de todo lo que es maligno.
   Ruskin escribe de la importancia de los hombres que van fuera de la esfera doméstica protegida y regresan al hogar y la familia a refrescarse: “Esta es la verdadera naturaleza del hogar –es el lugar de paz, de la protección, no sólo de todas las lesiones sino de todo terror, duda y división”. La del doctor Seward, una casa de locos, es el escenario perfecto para esta novela de terror gótico. El manicomio es donde los personajes finalmente se asientan, y representa el lugar seguro donde el deseo es controlable y la razón prevalece. Sin embargo, la madre Mina no está segura en esa casa, un ejemplo más de cómo Drácula incorpora conflictos de género. El terror en la forma de Drácula no sólo penetra en la paz del hogar de la primera madre Lucy, entonces el manicomio; también penetra en la mujer. Ruskin escribe: “En su oficina está protegida de todo peligro y tentación. El hombre, en su áspero trabajo en el mundo abierto, debe enfrentarse con todos los peligros y juicios: para él, por lo tanto, el fracaso, la ofensa, el error inevitable; a menudo debe ser herido o humillado, a menudo engañado y endurecido siempre”. Los hombres de Drácula salen al mundo peligroso para luchar contra el mal, pero la forma en que tratan de proteger a Mina en su casa en el manicomio deja mucho que desear. Mina palidece y se fatiga, y para el lector esto es un signo evidente de la influencia de Drácula. Los hombres, sin embargo, no logran ubicarlo y su protección hacia ella es tan incompetente que es casi como si ellos personalmente abrieran la puerta de la habitación de Mina (y Jonathan) a Drácula.

NOTICIAS LITERARIAS. Crítica de "El último día de Terranova", la nueva novela de Manuel Rivas. José-Carlos Mainer

CRÍTICA / LIBROS

Historia y pasión de una librería

Rivas denuncia el fin de una forma de transmisión cultural. Los libros son frágiles y quedan solo en manos de la fe y la gloria


La librería Terranova está en “liquidación final de existencias por cierre inminente”: una impresionante relación de términos amenazadores. No es una de aquellas librerías de los años finales del franquismo, que se llamaban Rayuela, Macondo o Jarama porque tenían dueños jóvenes, progresistas y entusiastas. Esta lo ha sido también, pero su pedigrí era mucho más veterano y Manuel Rivas cuenta que la fundaron en 1935 un grupo de amigos: Amaro Fontana, galleguista y profesor de lenguas clásicas, ensayista certero y oculto, miembro del venerable Seminario de Estudos Galegos, que se suicidó al final de una vida de frustración y contumacia, y Comba, su tenacísima esposa, apasionada desde niña por los libros; con ellos estuvo un marinero en tierra, Eliseo, que siempre ocultó su condición homosexual y fantaseó sobre los viajes imaginarios que le llevaban a pasear por La Habana Vieja con Lorca, Guillén (Nicolás), ­Langston (Hughes) y Lezama (Lima), o a conocer a Borges en Buenos Aires y a María Zambrano y su hermana Araceli en Roma. El sucesor y heredero, Vicenzo Fontana, ya en la sesentena, carga ese fardo esplendoroso al que suma una dramática huella de la zarpa franquista: fue víctima de uno de los crónicos episodios de poliomielitis, que el Gobierno español minimizó, y vivió años en un pulmón de acero. Sobrevivió al tratamiento y fue un rebelde —hasta donde pudo— en los años locos en que escribió letras de rock y la librería tuvo incluso un confidente policial de plantilla. Ahora, Vicenzo, víctima del rebrote de la enfermedad de su infancia, se enfrenta a algo peor que la persecución ideológica: la especulación urbanística que tiene cercado a su negocio y ha señalado su fin.
Nos hallamos ante una animada rapsodia de la historia intelectual y moral de A Coruña, y de Galicia, salpicada de historias picarescas, fantasiosas y alguna muy trágica: hay un cura exclaustrado al que llaman Sibelius, un drogadicto imaginativo y rebelde, Dombodán, otros perdularios de diversa condición, un perro que nunca ladra y un montón de gatos, que quizá suplen la imagen de las alimañas sacrificadas a finales de los cincuenta por estúpida orden gubernativa. De esos años, queda también la huella de una mujer joven, Garúa, una argentina cuya “forma de andar era giratoria”. Se parece —sueña Vicenzo— a Dita Parlo, el personaje de L’Atalante, la película mítica de Jean Vigo, pero también tiene mucho de la Maga de Julio Cortázar, arbitraria, imprevisible, libre. Ella “anhela, implora realidad” aunque, en rigor, habita la fantasía para evitarla: huyó de Argentina en los setenta pero volvió para morir a manos de una policía que tiene contactos importantes con la española. En el horizonte de Madrid estaba entonces la sombría inminencia del 23-F, y en Buenos Aires, el sangriento episodio de las Malvinas y el naufragio de la dictadura.

La librería Terranova está en “liquidación final de existencias por cierre inminente”: una impresionante relación de términos amenazadores
El último día de Terranova es un voto sentimental por haber podido habitar aquel mundo, aunque fuera desde el puente de mando de aquella extraña librería, poblada por sentimentales comprometidos e irresponsables que ven el mundo a su manera, desde su “cámara estenopeica” (en rigor, tal cosa es la más primitiva forma de cámara fotográfica — una caja oscura, que concentra los rayos y una superficie en que reflejarse—). De esa vida vicaria se alimentan… Y, por supuesto, de los libros que traen con riesgo y que venden y prestan, o que les roban… Porque si esta novela es la elegía de una forma de vida —a veces, demasiado tocada de sentimentalismo retrospectivo—, El último día de Terranova también es una denuncia del fin de una forma de transmisión cultural, basada en la frágil solidez de los libros, la fe de los lectores y la gloria de quienes los escribieron. Al hilo de estas páginas, los libros brillan como fuegos de San Telmo en una navegación peligrosa: alguien ha pedido que le traigan un ejemplar de Los últimos días de la humanidad, de Karl Kraus; una joven policía confiesa que robó en su juventud losHimnos a la noche; unos recuerdan los bonitos libros de la Fabril Editora porteña, y otros, cómo llegaban de Coimbra los ejemplares deA criaçâo do mondo, de Miguel Torga, o celebran la (poco verosímil) vecindad de la revista gallega Alfar y la surrealista Minotaure. Pero incluso la imprecisión cronológica añade calidez a este alegato… Otra novela de Rivas, Los libros arden mal (2006), fue la conmovedora epopeya de la muerte y supervivencia de la letra impresa en tiempos bélicos; esta de ahora es el aviso de que también puede morir en la guerra que le ha levantado la incultura galopante.
El último día de Terranova. Manuel Rivas. Traducción de Dolores Torres París. Alfaguara. Madrid, 2015. 219 páginas. 18,90 euros.

viernes, 25 de diciembre de 2015

"Drácula": temas (3)


La nueva mujer

   La entrada de la nueva mujer, feminista y sexualmente independiente en la sociedad victoriana indica el cambio de roles de las mujeres, y el tema está presente a lo largo de Drácula. Karen Volland Waters escribe: “La independencia sexual de la nueva mujer la hizo particularmente problemática para el orden patriarcal”. Muchos periódicos de la época parodiaron esta nueva posición. Elaine Showalter señala que “apenas un ejemplar de Punch apareció sin una caricatura o una parodia a la nueva mujer”. Cuando se refiere directamente a Drácula de Stoker también la describe [a la nueva mujer], en palabras de Mina: “Creo que [con Lucy] hubiéramos sorprendido a la ‘nueva mujer’ con nuestros apetitos” y “Algunas de las ‘nuevas mujeres’ escritoras algún día tendrán una idea que los hombres y las mujeres deben verse dormidos antes de proponer o aceptar. Pero supongo que la nueva mujer no se dignaría a aceptar en el futuro; ella será la que haga la propuesta”. Creo que estas declaraciones reflejan las acepciones de aquel entonces más que la oposición de Stoker a la nueva mujer.
   Sin embargo, dado que no aparece la nueva mujer en Drácula, Stoker difícilmente puede ser considerado un partidario del movimiento. Aunque Mina está sin duda más cerca de su frívola amiga Lucy de ser una nueva mujer, aquella no es una doctora, profesora o periodista, sino una “maestra asistente”, una ocupación aceptada para las mujeres de la época. Además, mientras que ella es claramente inteligente (no sólo aprende sino enseña las nuevas tecnologías de taquigrafía y mecanografía), afirma al principio de la novela que su intención es que “Cuando nos casemos, me prepararé para ser útil a Jonathan”. Mina no sólo es descrita como “de rostro dulce”, “delicada” y una “perla entre las mujeres”, sino que Van Helsing comenta a Jonathan que “Ella es una de las mujeres de Dios, formada por sus propias manos para que muestren a hombres y mujeres que hay un cielo donde podemos entrar, y que su luz puede ser vista aquí en la tierra. Tan pura, tan dulce, tan noble, tan poco egoísta, y, déjenme decirle, es bastante en esta época tan escéptica y egoísta”. Este es otro recordatorio de Stoker al lector de que Mina pertenece a la categoría del “ángel” opuesto al “diablo”, el término que su esposo Jonathan asigna a las tres seductoras vampiras y a la Lucy posmordedura. El lector se hace más consciente de la dicotomía Eva/María a lo largo de la novela. Elizabeth Lee afirma en Teorías victorianas de sexo y sexualidad que “las mujeres eran retratadas ya sea como frías o insaciables. Una joven sólo valía tanto por su castidad como por su apariencia de inocencia; las mujeres eran bombas de tiempo a la espera de ser detonadas. Una vez que tomaban el mal camino, era mujer caída, y nada podía remediarlo hasta que morían”.

domingo, 20 de diciembre de 2015

"Drácula": temas (2)


Instinto maternal

     Mina y su amiga Lucy Westenra son las mujeres de Drácula, en quienes los hombres proyectan los ideales de la feminidad victoriana. Al encontrarse con Mina, Van Helsing se inspira para decirle “me ha dado la esperanza… de que aún hay mujeres buenas para hacer la vida feliz, buenas mujeres, cuyas vidas y verdades pueden ser buenas lecciones para los niños”. Análoga a Wendy y a los niños perdidos de Peter Pan de J.M. Barrie, la Mina de Drácula debe utilizar su instinto maternal para guiar a los hombres. Los niños perdidos gritan “¡Oh, señora Wendy, sé nuestra madre” y proceden de inmediato a construir su casa, mientras que Mina afirma algo similar ante Arthur: “Las mujeres tenemos algo que nos hace atender incluso los asuntos más pequeños cuando se invoca al espíritu de la madre”. (La película de vampiros de 1987, Los muchachos perdidos, también se correlaciona con la inmortalidad de los vampiros y de Peter Pan, en el deseo de los niños perdidos de nunca crecer.) En el mismo sentido, el crítico social británico y contemporáneo de Stoker, John Ruskin, escribe en Sésamo y lirios que la influencia de la mujer “es una guía, no una función determinante”. Vemos que esto actuó en Drácula, ya que, como Lucy, Mina es susceptible a la corrupción de Drácula y es la valentía de los buenos hombres de la novela la que se propone salvarla. Además, en los deseos de Mina, Drácula es doblemente maligno: intenta profanar a la madre designada de la novela, la que debe guiar con su mano moral.

FRAGMENTOS LITERARIOS. "El último día de Terranova", novela de Manuel Rivas


EL ÚLTIMO DíA DE TERRANOVA

Manuel Rivas

0

Fragmento

Liquidación Final

Galicia, otoño de 2014

Están ahí los dos, al pie del Faro, en las rocas fronterizas. Ella y él. Los furtivos.
Estoy de pie frente al mar y tengo miedo a girarme, a darles la espalda, y que todo desaparezca para siempre. También ellos. Que cuando me vuelva, solo encuentre un inmenso vacío partido por la Línea del Horizonte, una línea fósil, sin recuerdos que se muevan en ella como ahora lo hace Garúa en bicicleta con su lote de libros en las alforjas. Que de pronto se encienda de día la linterna del Faro y un destello de luz negra, humeante, recorra la ciudad y enfoque acusador la fachada de Terranova y el letrero del escaparate en el que escribí: Liquidación final de existencias por cierre inminente.
No, no debería haber escrito ese aviso.
Imagino las miradas examinando las últimas existencias, sopesando el valor, el estado de salud, el color, la musculatura, la resistencia del lomo, y las existencias atónitas, empezando a no sentir el suelo, en un estado de desaparición.
Tengo que volver y retirarlo, el letrero.
Mejor mentir y escribir: Liquidación por defunción. Y estar allí, en primera línea.
¿Qué hace usted aquí, señor Fontana?
Esperar al muerto, como todo el mundo.
Eso tal vez provocaría un aplauso. Qué menos que un aplauso, que una ovación. Eso sería una chispa de esperanza. Yo viví esa profecía, la llevé en una chapa cuando dejé de ser el Duque Blanco: No Future. No hay futuro. Me estremece saber que teníamos razón. Era lo último que queríamos tener, la razón. Como descubrir ahora que nuestra fealdad intencionada era una forma de belleza. Que la costra de suciedad era una capa protectora.
Povertade poverina,
ma del cielo cittadina…
Qué bien me sienta este rezo. Mi poeta, Jacopone da Todi. Un regalo del tío Eliseo cuando yo estaba en el Pulmón de Acero: Y te daré pan y agua y hierbabuena, y un puñado de sal a quien venga de fuera.
Debo volver y retirar ese letrero, pero tengo miedo a irme.
Estoy hecho de agua, aire y miedo. De nuevo.
Cuando estaba allí, en el Pulmón de Acero, en el Sanatorio Marítimo, era el burbujeo de las olas el que arrullaba y adormecía mi miedo a extinguirme. La poliomielitis, ¡la polio!, me afectó a mí, pero cayó como un obús en Terranova. Había una gran epidemia de la que apenas se informaba. Cuando golpeaba cerca, la gente descubría, atónita, que la peste acechaba hacía tiempo. A mí no solo me paralizó piernas y brazos. El aparato respiratorio se olvidó de respirar.
Me salvó el Pulmón de Acero.
El cuerpo metido en un tanque cilíndrico. La máquina lo hacía trabajar y recordar. Presionaba para expulsar el aire, cedía para expandir el tórax y animarlo a entrar. Solo la cabeza permanecía fuera, sellada por el cuello. Es curioso. Observar el mundo exterior mientras la vida, tu vida, lucha en la oscuridad. Me sentía en un batiscafo, en una nave a modo de cápsula que parecía hecha a mi medida. El espejo, colocado en lo alto para ver sin tener que mover la cabeza, era mi periscopio. En esa posición, la del enfermo inmovilizado, penosa, tenía a veces la sensación de ver lo que los otros no veían. Lo invisible.
No debería haber escrito ese letrero. No debería haberlo puesto en el cristal con esa orla de esquela mortuoria.
Camino del Faro, me había ido encontrando con carteles semejantes. El kiosco de prensa Sócrates: Liquidación por cierre. La tienda de lámparas Boreal: Liquidación de existencias. La confitería Ambrosía: Liquidación obligatoria. Incluso la taberna Ovidio, ya sin letrero, cómo protestan los ojos cuando paso por delante. La lencería La Donna Moderna: Liquidación total. Esa fue la liquidación en la que más me paré. Dicen que los libreros, cuando salen de paseo, se dedican a ver librerías. Pero no es mi caso. Yo siempre me fijé más en las ferreterías, en los ultramarinos, en las tiendas de juguetes, y en las lencerías, sobre todo en las lencerías donde hay maniquíes. Ah, mi ruta de la seda. La Maja, Las Tres Bes, La Gloria de las Medias, La Crisálida. Y también la sombrerería Dandy. ¡Pruébese un sombrero, señor Fontana! Yo necesito uno de gánster, señor Piñón. No hay problema, ¡se lo hacemos a la medida de Chicago! Pero hoy, en el escaparate de La Donna Moderna, solo hay maniquíes desnudos con el letrero de Liquidación total. Una parada para el desasosiego. Y yo necesito un respiro. Mi memoria es una prolongación del aparato respiratorio. En estos casos, no hay tanta distancia entre el viejo y el niño que fui. Me apoyo, por fin, en el árbol de la horca. En el mismo parque donde colgaron al héroe de la ciudad, el general liberal Díaz Porlier, como corresponde al hijo más querido, el ahorcarlo. Y para calentarle los pies y aliviar lo incómodo de tal posición, quemaron bajo el péndulo del cuerpo sus papeles, las memorias, los manifiestos y también las cartas de amor. Ese árbol me da ánimos. Por eso no me molestó, me alegré como un héroe el día en que oí un murmullo travieso a mi espalda: ¡Qué bien cojea ese cabrón!
Ahora me siento culpable de todos los cierres. Por haber escrito ese letrero. Una rebelión de los ojos. Por haber metido la jodida mano en la intimidad de las palabras. Debería abrir día y noche. Poner luces de barco. Hace tiempo que no veo a jóvenes robando libros. Esa excitación que se produce en el cuerpo, en la mirada. Tengo que volver rápido a la librería. A lo mejor hay alguien que quiere robar un libro. Qué chasco se va a llevar. Qué desilusión.
Son los furtivos. Son ellos. Mi compañía en el fin de la tierra.
Somos, los tres, inconfundibles. Él, el guerrero, la rasqueta como lanza en ristre, arrancando las piñas de percebes en la roca que llaman Gaivoteiro. Cuando se agacha, semeja un cefalópodo. Cada vez que se yergue parece más alto, se alarga metros como un trazo vertical del horizonte. En el cinturón lleva unas bolsas de red donde guarda su captura. Cuando llena una, se la arroja a ella, a la chica menuda. Lo normal es que estén unidos por un chicote. Estoy acostumbrado a verlos así, un extraño ser anfibio con dos cuerpos. Yo, el vigía de la Línea del Horizonte, ¿qué seré para ellos?
Lo sé. Quien está mirando lo que no debería mirar. Quien está donde no debería estar.
Un ángel caído y con muletas. Una liquidación.
La razón de que estén solos en las rocas, de que aprovechen la ausencia de los otros mariscadores, de los profesionales, es el tiempo. Se acerca un temporal. Ahora mismo, nadie lo diría. Porque el mar parece inquieto, pero más frágil y resentido que poderoso y enojado. La impresión es que está a punto de hacerse añicos, tembloroso y agrietado por todas partes, escupiendo y supurando espuma.
Los pronósticos se dan ahora con mucha precisión. Dentro de poco, calculo que en dos horas y media, al paseo del Orzán, con todo el panorama de la ensenada, acudirá una multitud armada con sus herramientas de grabación. Se espera una ciclogénesis explosiva. Es decir, un temporal, incluso una tempestad. Pero esos dos términos están en desuso, como miedos antiguos.
Lo que está a punto de hundir Terranova, no obstante, es una tempestad. Es la palabra que utilizo cuando me preguntan. Me costó llegar a ese augurio trágico. Me parecía un vocablo demasiado excepcional e incluso me daba cierto pudor utilizarlo. Pero cuando lo digo, me doy cuenta de que nada ni nadie se tambalea, excepto yo y la propia Terranova. Lo que sucede, ocurre en el presente, pero cuando explico lo que nos está pasando, mi diagnóstico, me doy cuenta de que me escuchan como un murmullo ya pasado.
Veo en la Línea del Horizonte a mi tío Eliseo, enarbolando uno de sus cien paraguas. Debe de preocuparle que me tire: ¡Eh, chaval, no te derrumbes! Estoy ya viejo para suicidarme, tío. Siempre me trata así, de chaval, probablemente porque me ve otra vez con muletas. Desde que empezó el asedio a Terranova, he vuelto a necesitarlas. El Síndrome Post-Polio, dijo el doctor. La tempestad, es lo que es. Fontana, ¿por qué no compra una de esas sillas con motor?, me preguntó Old Nick, el rentista que quiere expulsarme del edificio, precisamente él. Y le contesté como un neogriego, cual digno hijo de Polytropos: Porque quiero que admiren los muslos que muestra un viejo cuando se despoja de los harapos.
¿Son nuevas?, pregunta tío Eliseo en la Línea del Horizonte.
Son canadienses, tío. Articuladas. ¡Bengalas canadienses!
¡Fabuloso! Pues no desfallezcas, chaval. ¿Qué dijo Will en La tempestad?
Que el pasado es un prólogo, tío.
Y se va reconfortado, convencido de que, en última instancia, una malla de red poética protege de la caída a la humanidad.
Pobre Will, pobre Eliseo.
De modo que todos los informativos hablaron de una ciclogénesis explosiva, con un mar arbolado de olas de más de diez metros. De no ser así, pienso, de no responder el mar a esa expectación, el público se sentirá chafado con las cámaras y los móviles a punto: ¡Menudo fraude! ¡Qué birria de naturaleza! Ya los futuristas decretaron que después de la Electricidad, la naturaleza había perdido todo interés. Los nietos del capo Filippo Tommaso Marinetti dale que te pego a la PlayStation con los juegos de guerra. La guerra è bella! Debería haber escrito una letra así para que triunfasen Los Erizos.
¡Epopopoi popoi!, me gritó hoy el Nacho Potencialmente Peligroso, el jefe de una pandilla que anda por la Vereda de la Torre con uno de esos perros catalogados PPP.
¡Popoi popoi!
Cambié de rumbo, pero respondí. Por vez primera, respondí. Se quedó satisfecho, un colega. Debe de ser de los pocos que recuerdan en la ciudad que yo fui el letrista de Los Erizos, un grupo con cierto éxito en el ambiente heavy, hasta que se dieron cuenta de que no éramos heavys. Que la canción Cross a la mandíbula era una metáfora. Fue culpa mía, la puta cultura. Lo solté yo, en una entrevista, lo dije así, que Cross a la mandíbula era solo una metáfora. ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿Una metáfora? En la siguiente actuación, alguien tiró una metáfora que le abrió al cantante una brecha en la cabeza. Y ahí se fue el mito al carajo, por el vertedero de los mitos. Ahora solo hago canciones mientras camino, me apoyo en el ritmo de las muletas e injerto los regalos que fui apañando al azar y amontonando en mi hospicio, como el colega de mi tío Eliseo, el loco Fijman:
¡Hospedería triste de mi vida
en donde solo se aposentó el azar!
Están cogiendo percebes. Él se mueve con una seguridad anfibia, como siempre. Cuando se inclina y golpea en la piedra con la rasqueta, parece un ser venido del mar para luchar con la tierra. Con ese traje oscuro de neopreno, agachado, moviendo con energía los brazos, tiene algo de alcatraz gigante. Cuando se yergue, parece muy alto, de una altura imposible que luego se retrae, flexible, flaco, correoso. Pero no hay nada que lo sujete a tierra. El propio mar, si tuviera ojos, podría darse cuenta de esa anomalía. Y se da cuenta.
Imagino la Ola. No una ola, sino ella, exactamente esa. La Golosa. El movimiento sinuoso de una fuerza que acecha, consciente de sí, camuflada entre las aguas. Puedo oír el ultrasonido de su rugir, la puesta a punto de ese engranaje hidráulico, bajo la superficie tranquila del mar.
Puedo verla. La chica se aleja, pero no tanto, paralizada por el asombro de ver cómo él, que se ha plantado frente a la ola gigante, inesperada, en posición de gladiador con la rasqueta, él ya no está en el sitio en que estaba. No está. No hay hombre. Solo la espuma que ha dejado la ola.
Llamo por el móvil. Uno de esos números de tres cifras. La torpeza de los dedos. Usted no tiene dedos de librero. Tiene dedos de estibador. No saben lo que es mover libros en el Sanctum Regnum. El gasto en prótidos, lípidos y glúcidos. La memoria tiene su estrategia. Me sale el de la policía, el 092. Estoy tan nervioso que no necesito dramatizar, pero digo que son dos los desaparecidos, un hombre y una mujer.
Ahí viene. El helicóptero de Salvamento Marítimo.
Ella está en el límite, con la espuma lamiéndole los pies, y grita haciendo bocina con las manos. El viento y el ruido de las aspas pulverizan las palabras y los nombres, se rompieron los senderos en el aire, y lo que me llegan son quejas, chillidos, gritos deshilachados.
Él, que parecía desaparecido, engullido por la Ola, emerge, se aúpa, trepa por las rocas, los pies son manos y las manos son garras. Llega junto a ella. Posa las manos en la esfera del vientre. Pienso que debería pararse el mundo un instante. Las aves exasperadas del mar. El helicóptero. La sirena del coche policial. Debería haber, en la vida, la posibilidad del plano congelado.
Echan a correr por ese otro mar de hierba, que mece el viento de las aspas giratorias. Se dan la mano, se sueltan, se dan la mano. Caen, se levantan. Bajan por la vega de alisos que lleva a la playa de las Lapas.
Desaparecen.
No solo desaparecen de mi vista. Me doy cuenta de que desaparecen para todos, por esas vueltas de estupor, de desconcierto, que está dando el helicóptero de Salvamento. Parece que las últimas pasadas, antes de volver a la base, de vacío, son las que dan en torno a mí, con ese vuelo enojado y escrutador de los paleópteros cuando la misión, la que sea, no tiene éxito.
Estuvo a punto de llevárselos el mar y ahora se los había tragado la tierra.
El primer guardia que bajó del coche policial me vio inquieto e intentó tranquilizarme.
No se preocupe por ellos. Son como medusas. Transparentes. Pero cualquier día se llevan un disgusto, no del mar, sino desde tierra. No tienen papeles, y hay bravos con carné que pueden romperles los dientes de la risa.
Se acercó el sargento, me saludó y no con mala cara: Así que usted es Fontana, ¡el librero de Terranova!
Por lo menos él no había leído el letrero de Liquidación Final.
No dejaba de mirarme, con curiosidad: El de la desaparición del río Monelos, ese fue un texto antológico.
Fue una denuncia, dije.
Sí, conservo una copia. Guardo copia de todas sus denuncias. La desaparición de la playa del Parrote, la expulsión de los estorninos del cielo de la ciudad, el desalojo de las embarcaciones tradicionales de la Dársena, el abandono de las casas del art nouveau, el estado ruinoso de la antigua prisión… Tiene usted razón, la vieja cárcel podría haber sido un gran taller cultural. Sí, señor. Son piezas históricas. Me refiero a sus denuncias. La otra memoria de la ciudad. ¡Lo que se aprende con ellas! Me da una gran alegría cada vez que presenta una denuncia.
Le agradezco mucho su interés estilístico, sargento. Pero alguna vez deberían abrir diligencias.
Por supuesto, siguen su curso, dijo él señalando algún punto en las alturas.
Hablando de diligencias, intervino el cabo, va a tener que pagar los gastos.
Tenía pinta de ser el más veterano, de pelo canoso, y su tono de mando no solo parecía apuntar a mí y a todo el orbe, sino también a su superior.
¿Qué gastos?, pregunté.
¿Qué gastos? Los derivados de la operación. ¿Usted sabe cuánto cuesta mover un helicóptero?
Sí, pero fue una llamada humanitaria. Estaban ahogándose. Dos personas, una de ellas, una chica embarazada.
Pues vaya escribiendo esa novela para cuando se le presenten los de la delegación del Gobierno con la factura.
Eran dos personas en peligro, insistí mirando al sargento.
Por supuesto, Fontana. Usted cumplió con el deber ciudadano, pero se dan estas paradojas en que los reglamentos legales suelen tener dos caras, una humana y otra… menos humana.
¡Yo llamé a la cara humana!
No se culpabilice, dijo el sargento.
El cabo anotaba la matrícula de la moto abandonada por los dos fugitivos, una máquina vieja con llagas, enlodada y abatida. Al acabar, miró hacia las rocas. El mar se embravecía. Se acercaba el temporal.
Ahora que no está el sargento delante, dijo, debo reconocer que a mí también me gustan mucho sus denuncias. Y siento lo de los estorninos. Yo no quise hacer de hombre-cañón para ahuyentarlos. Aunque discrepo en el asunto del río desaparecido. Era un riachuelo. Una mierda de río.
Corot, Corot, dije nervioso, Corot pintó arroyos así, y son obras de arte.
Chascó la lengua y dijo:
Pues no tendría otra cosa que pintar.
Eché a andar, pero mi desasosiego no se dio por vencido. El recuerdo se apoyaba en las muletas. De vez en cuando me adentraba en un aparcamiento subterráneo donde, en una esquina, podía oír a través del muro de hormigón el ronco canto del raudal encajonado.
Me volví hacia el cabo y le increpé apuntándole con la bengala canadiense:
¡Eh, usted! Usted no sabe lo que es el rumor de un río desaparecido.

Viana y Zas

Será una operación muy rápida.
Paran la moto delante del bar restaurante. Él permanece montado, sujeta el manillar, con el motor encendido. La máquina antigua, ruidosa y humeante, que parece resistir por un rencoroso amor propio. Mira a su alrededor, en un movimiento giratorio de inspección que se diría regulado por el casco, un gran yelmo negro, con el diseño de un relámpago centelleante en la calota y pantalla transparente, una magnífica cabeza cosmonáutica con un cuerpo anfibio, ya que, por lo demás, sigue vestido de neopreno, como cuando saltó de la Línea del Horizonte, una presencia mítica, el guerrero furtivo, un cuerpo que está proclamando De mi lanza depende el pan que como, y que contrasta con la destartalada montura mecánica y el carraspeo tísico del motor al ralentí. Alguien se asoma a la puerta del establecimiento, el dueño, lo sé, el único que viste de camarero, que mira a los laterales de la calle, se pasa la mano por la cara y vuelve al interior del local. El motorista hace un gesto de asentimiento y ella, la chica que va de paquete, desciende, ágil, sí, pero con una ligereza pesada. Un embarazo asombroso. Hace unas horas, corría por el prado como una gacela, incluso por delante del macho. Pero ahora el bulto está en su cuerpo. Es un embarazo de gigante en un cuerpo menudo y flaco. En su caso, el casco es más bien cómico, metal con orejeras de trapo, con las hebillas sueltas. Lleva un vestido holgado, y tiene el andar de una mujer descalza a la que le hubiesen salido chancletas en los pies. La mochila con la que carga no es pequeña e inclina la espalda para ajustar el peso. Como era previsible, se dirige hacia la puerta del restaurante Gambernia, pero de repente se gira, enciende un pitillo y expulsa una bocanada volcánica. Atención, camina resuelta hacia mí, es evidente, pero solo me mira, y lo hace de hito en hito, cuando ya la tengo de frente con ojos de brasa, tal vez el humo ni siquiera es del pitillo, ya lo traía puesto, pero qué más da, porque me dice:
Hemos tenido que soltar toda la guita para que nos devolvieran la Ducati.
Y dispara, sin demora, la frase principal:
¡Fue culpa tuya, cabrón!
Sí, en algunas circunstancias, el tartamudeo es mi lengua más propia, así que tardo en arrancar. Ella ya había abierto la mochila y me la acercó de golpe para que oliese el aroma más animal del mar.
También hemos perdido los percebes. ¡Por tu culpa! Deberías abrir una Oficina del Gafe. Tú eres de los que se tiran al vacío y está lleno.
Me interesó esa imagen. El vacío lleno y el lleno vacío. Tenía una voz dura, algo ronca, pero no desagradable. Sentí el latigazo de la culpa en la pierna y apreté las muletas. Cómo duelen las palabras. No existía en mi cuerpo, y ella acababa de pegarme una como una pústula. Jamás habría pensado que pudiera ser un imán para la mala suerte. Qué diablos. Yo era el perjudicado por lo que acababa de pasar en el Faro. Otra cruz en mi expediente de prescindible. En revancha, la ilustraría en el arte de la caída. Le contaría la historia más triste. Más triste incluso que la del cuento del conejito de Pedro Oom, el conejito huérfano convencido de que su madre era una hermosa berza y, cuando llegó la hambruna causada por las langostas, se la fue comiendo despacito, despacito. Yo metido en el Pulmón de Acero, y mi tío Eliseo, el camarada abyecto de Pedro Oom, haciéndome llorar. A mí, a los otros argonautas de la polio, a las tres niñas jorobadas, a las enfermeras, a todo el pabellón del Sanatorio. Qué creíble era Eliseo incluso haciendo de madre berza. Lo que la hermosa berza decía al conejito: Así como tú viviste durante algún tiempo en mi seno, pasaré yo ahora a vivir dentro del tuyo. La haría llorar con mi cuento abyecto hasta que no quedase ni una lágrima en la historia del llanto.
Pero no dije nada. No contaría nada. La palabra del muerto. Antes que dar lástima, me comería las encías. Se dice que los libros no cambian el mundo. No estoy de acuerdo. A mí, por ejemplo, me están dando una buena paliza. Pero, eso sí, se lo perdono todo por un lote de ejemplares. ¿Cuántos entrarían en el baúl de los emigrantes de Vidas secas, esa familia famélica del sertão forzada a comerse el loro porque es lo único que tienen? Y lo comen porque no hablaba, esa es la excusa para poder digerirlo. ¿Y por qué no hablaba el loro? Porque ellos, padres e hijos, tampoco hablaban para no gastar hambre. No obstante, el loro algo hablaba: imitaba a la perra Baleia. ¿Por qué no se comieron a Baleia? Aparte de ser un saco de huesos, tenía nombre. No se come un animal que tiene nombre. Uno de los libros que metería en el baúl de nómada sería el Reportaje al pie del patíbulo de Julius Fučík. Ese sí que me cambió la vida, la propia forma de andar: Que la tristeza no sea nunca asociada a tu nombre.
Maldición, ¿por qué habré escrito ese letrero? Liquidación final en Terranova. De pronto, el campeón de la tristeza. El culo que se posa justo en la aguja del pajar.
Así me siento desde hace un tiempo, desde que llegó el ultimátum. Un eccehomo desahuciado, cuya única posesión son sus muletas. Y encima este desenclavo. Una chica furtiva embarazada, de mirada encendida, a la que quise ayudar, que me está fulminando c ...