sábado, 31 de octubre de 2015

ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS. Sobre "La rubia de ojos negros", de Benjamin Black-John Banville. Rodrigo Fresán

John Banville-Benjamin Black

libros
DOMINGO, 9 DE MARZO DE 2014

TRISTE, SOLITARIO Y DE VUELTA

El caballero andante vuelve a las andadas. No contra su voluntad, pero sí de la mano de John Banville & Benjamin Black, la dupla encargada de resucitar al más duro de los detectives en La rubia de ojos negros, que en pocas semanas Alfaguara distribuirá en Argentina. Banville fue finalmente el escritor elegido por los herederos de Raymond Chandler para, a través de su alter ego, Benjamin Black, suscribir una novela protagonizada por Philip Marlowe. Y tan airoso sale de la tarea que muy probablemente haya un continuará.







 Por Rodrigo Fresán
En una de las últimas cartas enviadas por Raymond Chandler, el creador del detective Philip Marlowe deja ciertos lineamentos y voluntades finales para su personaje, con cuidado y melancolía casi testamentarios. Allí, leemos: “Marlowe es un solitario, un hombre peligroso, y aun así un hombre simpático (...). Nadie lo derrotará nunca porque es invencible por naturaleza (...). Lo veo siempre en una calle solitaria, en cuartos solitarios, desconcertado pero nunca del todo vencido”.
Solitario, está claro, es el sujeto/adjetivo clave aquí. Y a ello se aferra aquí el irlandés John Banville (Wexford, 1945) –luego de haber sido escogido por los herederos de Chandler y con una ayuda de su “gemelo idiota” Benjamin Black, creador del ya clásico patólogo Quirke– para volver a echar a investigar al tan romántico y cínico y muy fitzgeraldiano investigador privado de la Costa Oeste. No es la primera vez que se intenta pero (a diferencia del ya mencionado acto fallido de Robert B. Parker, cuando intentó cerrar en 1988 la inconclusa The Poodle Springs Story o, peor aún, cuando se atrevió a la secuela de El sueño eterno en Penchance to Dream, de 1991), esta vez el caso se abre a lo grande. Y, en tiempos en los que han vuelto James Bond y Sherlock Holmes y, pronto, Hércules Poirot, Banville se las arregla para trascender no sólo la maniobra comercial sino –lo que es más difícil– el fácil pastiche o el homenaje a secas.
Y Banville puso manos a la obra y volvió a la escena de los crímenes con las cosas claras y el mejor olfato: “Me apasionó la idea de seguir las grandes huellas dentro de los zapatos de Raymond Chandler. Comencé a leerlo en mi adolescencia, a menudo lo releo y la idea de alguna vez viajar a su territorio es algo que tuve germinando durante años y siempre me jugué con la posibilidad de ubicar algún libro mío en la California de Marlowe. Lugar en el que yo pienso –aunque no sea correcto ni cronológica ni geográficamente– con la textura de los cuadros de Edward Hopper. Imagino a mi Bay City con una atmósfera que cruza lo delicadamente surrealista con lo violentamente hiperrealista... Yo siempre admiré a Marlowe, pero ahora que he escrito La rubia de ojos negros lo cierto es que siento por él algo así como amor. ¿Suena esto muy cursi?”, preguntó Banville en una entrevista.
“No”, respondemos. Y está claro que Banville tiene una ventaja más que considerable por encima de cualquier médium/resucitador: no sólo es mejor escritor de lo que jamás lo fue Chandler sino que, además, probablemente sea el más exquisito estilista del idioma inglés en actividad. De ahí que a la hora de “blackizar” a Marlowe –Banville asegura no haber releído demasiado o haberse preocupado por respetar hasta el más mínimo detalle de marloweiana para conformar a obsesivos imposibles de satisfacer– no se conforme con la obviedad de un eficiente y poco personal parque temático del personaje, aunque se apoye con firmeza y elegancia en los dos títulos más canónicos del hombre: El sueño eterno (1939) y El largo adiós (1953). Porque –aunque no falten en la trama inevitables constantes en las idas y vueltas del detective incluyendo a la mujer fatal, un turbio amante desaparecido (con el inequívocamente chandleriano nombre de Nico Peterson), ricos que se lavan las manos con dinero sucio, mexicanos violentos, policías dentro y fuera de la ley, gangsters y starlets, una de esas palizas a las que el cuerpo de Marlowe ya está mal acostumbrado, las calles de Los Angeles y las noches de Bay City, y varias rondas de gimlets– Banville, al igual que Osvaldo Soriano en Triste solitario y final, tiene algo que Chandler nunca tuvo: un profundo respeto por el género y un amor arqueo-antropológico por el personaje y por la atmósfera noir que Chandler, por contemporáneo y obrero obligado del género, jamás pudo sentir–. De ahí que, en el clímax de la novela –donde el “ojo privado” piensa que “tal vez hubiera preferido una escena grandilocuente con espadas, discursos y cadáveres esparcidos por los rincones, del tipo que el otro Marlowe, el que vio la sangre de Cristo fluyendo por donde fuese”–, alguien comente: “¿Así hablan de verdad los detectives? Pensé que sólo era en las películas”.
De este modo, Banville honra y dignifica pero sin caer en la trama del eco o la repetición de tics como los famosos símiles chandlerianos. En La rubia de ojos negros, creo, hay sólo uno, como homenaje y guiño. Y es más bien extraño: “En aquel paraje hay días a mediados de verano en que el sol parece prestarte tanta atención como un gorila pelando un plátano”. Sí hay, en cambio, regocijantes descripciones del tipo “Parecía una versión en miniatura de Cecil B. DeMille cruzado con un domador de leones retirado”. Y ese instante perfecto –donde Chandler y Banville se funden en un solo Black– en el que el solitario Marlowe comprende que “No te das cuenta de lo pequeño que es el espacio donde vives hasta que otra persona entra en él”.
Los fans de Chandler recibirán, de entrada, el anzuelo de un título sin usar que el escritor dejó en una libreta, así como reapariciones de viejos conocidos y secundarios como Bernie Ohls, Linda Loring y, sí, el sinuoso Terry Lennox. Los admiradores de Banville (y de Black) tendrán su muy particular mirada sobre la serie negra y la posibilidad de que esto no sea más que el principio de una hermosa amistad y de hasta cruces interesantes.
Porque en La rubia de ojos negros todo se resuelve y encaja cortesía de una sorpresa final que, con audacia que emociona a la vez que conmueve por lo que allí arriesgan –y ganan– Banville & Black a la hora de proponer una coda a las ya sagradas escrituras de un El largo adiós, cuya placentera relectura previa no estará de más antes de decirle “hola” a esta rubia. Allí, aquel a quien Marlowe despidió en su momento con un “triste y solitario y final” surge detrás de una cortina para advertirle que “Los héroes pierden el brillo con el tiempo. Y, además, sabes tan bien como yo que la gente se cansa de tener que estar agradecida. Incluso empieza a irritarles estar en deuda contigo”.
Pero uno nunca sentirá irritación ante todo lo que le debe a Chandler (y ahora a Banville) y la verdad es que nada del heroico brillo de Marlowe se ha perdido aquí. Por lo contrario: en La rubia de ojos negros se recupera todo aquello que jamás olvidamos. Y abre la puerta a nuevos casos: “De hacer un próximo Marlowe, lo mostraría casado con Linda Loring. E inmediatamente divorciado. Y ya cincuentón y sabiendo que su cuerpo ya no se recuperará tan rápidamente de la próxima golpiza. Y no estaría mal cruzar a Marlowe con Quirke. Pero a mitad en camino. En Nueva York. Ambos fuera de su territorio. Y los dos buscando exactamente lo mismo, la misma persona. Y amigándose y peleándose para ver quién llega primero, quién lo resuelve todo antes, sabiendo que, al final, nunca nada se resuelve del todo”.
Buenas noticias entonces: triste, solitario y –crucemos los dedos– (continuará...). Aunque lo último que leamos en La rubia de ojos negros es que su cliente nunca le pagó a un Marlowe desconcertado pero nunca vencido por el trabajo para que lo contrató.
En lo que a mí respecta –y estoy seguro de que no soy ni seré el único– es un placer y un privilegio hacerme cargo de la deuda.
Y –cuando se pueda, lo más pronto posible– volver a emplear sus servicios.

viernes, 30 de octubre de 2015

CUENTOS. LEYENDA DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER (1836-1870): "El monte de las ánimas"


El monte de las ánimas

       La noche de difuntos me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
     Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
     Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche.
     Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
I
     -Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Ánimas.
     -¡Tan pronto!
     -A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras; pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
     -¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
     -No, hermosa prima; tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
     Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia.
     Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:
     -Ese monte que hoy llaman de las Ánimas, pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla; que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron.
     Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos.
     Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres, los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse.
     Desde entonces dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
     La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
     Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
     Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso: Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
     Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
     Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos tenebrosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
     -Hermosa prima -exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban-; pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
     Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
     -Tal vez por la pompa de la corte francesa; donde hasta aquí has vivido -se apresuró a añadir el joven-. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
     -No sé en el tuyo -contestó la hermosa-, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
     El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que después de serenarse dijo con tristeza:
     -Lo sé prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo ante todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
     Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
     Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volviose a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste monótono doblar de las campanas.
     Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo:
     -Y antes de que concluya el día de Todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? -dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico.
     -¿Por qué no? -exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre las pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro... Después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
     -¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
     -Sí.
     -Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
     -¡Se ha perdido!, ¿y dónde? -preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
     -No sé.... en el monte acaso.
     -¡En el Monte de las Ánimas -murmuró palideciendo y dejándose caer sobre el sitial-; en el Monte de las Ánimas!
     Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda:
     -Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
     Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores:
     -¡Oh! Eso de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos!
     Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía, movido como por un resorte se puso de pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego:
     -Adiós Beatriz, adiós... Hasta pronto.
     -¡Alonso! ¡Alonso! -dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido.
     A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
     Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
     Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
     -¡Habrá tenido miedo! -exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen.
     Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
     Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
     -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente.
     Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, éstas con un ruido sordo y grave, aquéllas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota no obstante en la oscuridad.
     Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio.
     Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada, oscuridad, las sombras impenetrables.
     -¡Bah! -exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho-; ¿soy yo tan miedosa como esas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos?
     Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
     El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblan tristemente por las ánimas de los difuntos.
     Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora: vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso.
     Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Ánimas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca; blancos los labios, rígidos los miembros, muerta; ¡muerta de horror!
IV
     Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Ánimas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.

jueves, 29 de octubre de 2015

POESÍA. "Recado de escribir", de Vicente Gallego (Valencia, 1963), Premio de Poesía Generación del 27

Vicente Gallego
Recado de escribir
                                 Para Encarna Oliva

De qué forma explicarte que por ti
lo he hecho ya casi todo: renunciar a las otras,
renunciar a las noches en que ellas
en torno a mí giraban con la música
como giran las noches, como todo giraba
en aquel tiempo hermoso que juré
detener para siempre, como gira el deseo
al que he vuelto la espalda, como también a veces
la mirada se vuelve hacia esos días
que por ti he convertido en mi vieja leyenda.
De qué forma explicarte
que por ti me he desdicho: los amigos de entonces
se sonríen al verme, no me habla
mi soledad de siempre, ni siquiera el alcohol
me sienta como antes, y he perdido
mi destreza en el baile.
De qué modo explicarte, sin que lo entiendas mal,
que hasta mi juventud me va volviendo
la espalda, que por ti
lo he hecho ya casi todo, excepto aquello
que juzgabas tan fácil, que me pediste tanto
sin que nunca supiera atender tu ilusión:
el poema de amor que por fin te dedico
y que tal vez te oculten estos versos
sin halagos, sin rosas, estos versos
que no sabrán en nada parecerse
a los que tú soñaste. Un poema de amor

verdadero, sin trampas, sin palabras hermosas.

miércoles, 28 de octubre de 2015

NOTICIAS LITERARIAS. Reseña de "Marley estaba muerto", de Carlos Zanón

La vida en negro

Carlos Zanón dibuja la negrura cotidiana y los bajos fondos en cuartos de estar que parecen pedir vigilancia policiaca. Quererse equivale a lastimarse en su música narrativa

Ilustración de los Cuentos de navidad, de Dickens. / GETTY

Más que propósito de delinquir, en las 14 historias de Marley estaba muerto, de Carlos Zanón (Barcelona, 1966), hay saña súbita: lo que se cuenta pertenece menos a la crónica criminal que a la página de sucesos, ese tipo de noticias a las que Barthes llamó “información monstruosa”. Son momentos en los que algo se sale de quicio. Lo que no tendría que pasar irrumpe en un instante de furia, aburrimiento puro o rabiosa diversión, con ingredientes clásicos de la Serie Negra: sangre, sexo y dinero. Pero Zanón practica el género de un modo distorsionado, a mi juicio entre dos puntos de referencia tan dispares como¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace McCoy, y las narraciones breves y brevísimas de I Centodeliti (Demasiado tarde, en la traducción española), de Giorgio Scerbanenco.
La Serie Negra sufre desde sus orígenes una mutación incesante que asegura su vitalidad gracias a trabajos como los de Carlos Zanón. Siempre ácida, es un fruto de temporada, y ahora es época de relaciones deformes. “Cuando me abraza, me habla en voz muy baja, y veo la vida en rosa”, cantaba Edith Piaf. En las fabulaciones de Carlos Zanón la vida es en negro: negrura cotidiana, bajos fondos en cuartos de estar que parecen pedir vigilancia policiaca. Quererse equivale a lastimarse. La tensión entre los protagonistas de Marley estaba muerto es igual a la potencia de la música narrativa, casi versicular, de su creador. Lo familiar se vuelve terrible y a la vez irrisorio. La maldad irrumpe por voluntad o por destino, siempre en Navidad, la semana de la bondad universal. La figura retórica dominante en este mundo es la antítesis.
Imaginemos un Tío Noel para quien todos los días son Nochebuena, armado con un máuser y una bomba, o un rey Melchor con una bolsa llena del dinero robado a las máquinas tragaperras chinas, o una niña que resucita muertos. Viven en el mundo de Carlos Zanón, donde dominan la fatalidad y el azar, es decir, la mala suerte perseguida con los ojos cerrados, un estado de desesperanza tragable con un poco de rock and roll animal suave. Si hay asesinos en ese mundo, tienen una vena sentimental vigorosa, no muy distinta de la del abogado del turno de oficio que los defiende, Carlos, que, como sus clientes, anda descarriado por varias de estas historias, compartiendo debilidades: inocencia y perversidad por atolondramiento.
A las criaturas de Carlos Zanón les queda siempre algún deseo, aunque sea el deseo mortal de perderse. No pueden decir como Joy Division en Insight: “He perdido la voluntad de querer más”. En un hotel de mala muerte se presenta una chiquilla que dice estar embarazada del dueño o dios del hotel, que ni la conoce. “No se llamaba María. No era virgen”. ¿Es una versión del principio del evangelio de san Mateo? Un pluriasesino en potencia renuncia a su matanza después de que Dios lo mire desde los ojos de un perro. La actualidad visionaria de Marley estaba muerto se graba con óptica de cámara en mano capaz de meterse en la conciencia de los personajes y del público, que no puede dejar de mirar.
Marley estaba muerto. Carlos Zanón. RBA. Barcelona, 2015. 232 páginas. 11,40 euros.

martes, 27 de octubre de 2015

FRAGMENTOS LITERARIOS. "Pedro Páramo" (1955), novela de Juan Rulfo (1917-1986)


   Así comienza la novela:

   Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. «No dejes de ir a visitarlo —me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte.» Entonces no pude hacer otra cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas.
       Todavía antes me había dicho:
      —No vayas a pedirle nada. Exígele lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
      —Así lo haré, madre.
      Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala.


      Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla caliente, envenenado por el olor podrido de la saponarias.
      El camino subía y bajaba: «Sube o baja según se va o se viene. Para el que va, sube; para él que viene, baja.»
      —¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?
      —Comala, señor.
      —¿Está seguro de que ya es Comala?
      —Seguro, señor.
      —¿ Y por qué se ve esto tan triste?
      —Son los tiempos, señor.
      Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: «Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche.» Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma... Mi madre.
      —¿Y a qué va usted a Comala, si se puede saber? —oí que me preguntaban.
      —Voy a ver a mi padre contesté.
      —¡Ah! — dijo él.
       Y volvimos al silencio.
       Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros. Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula de agosto.
      —Bonita fiesta le va a armar —volví a oír la voz del que iba allí a mi lado—. Se pondrá contento de ver a alguien después de tantos años que nadie viene por aquí.
      Luego añadió:
      —Sea usted quien sea, se alegrará de verlo.
      En la reverberación del sol, la llanura parecía una laguna transparente, deshecha en vapores por donde se traslucía un horizonte gris. Y más allá, una línea de montañas. Y todavía más allá, la más remota lejanía.
      —¿Y qué trazas tiene su padre, si se puede saber?
      —No lo conozco —le dije—. Sólo sé que se llama Pedro Páramo.
      —¡Ah!, vaya.
      —Sí, así me dijeron que se llamaba.
       Oí otra vez el «¡ah!» del arriero.
       Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció este hombre.
      —¿A dónde va usted? —le pregunté.
      —Voy para abajo, señor.
      —¿Conoce un lugar llamado Comala?
      —Para allá mismo voy.
      Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso, hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía disminuyó la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados que casi nos tocábamos los hombros.
      —Yo también soy hijo de Pedro Páramo —me dijo.
       Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar, cuar.
      Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo.
      —Hace calor aquí —dije.
      —Sí, y esto no es nada me contestó el otro—. Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su cobija.
      —¿ Conoce usted a Pedro Páramo? — le pregunté.
       Me atreví a hacerlo porque vi en sus ojos una gota de confianza.
      —¿Quién es? —volví a preguntar.
      —Un rencor vivo —me contestó él.
      Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad, ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros, encarrerados por la bajada.
       Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa, calentándome el corazón, como si ella también sudara. Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil, flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía que los retratos eran cosa de brujería. Y así parecía ser.; porque el suyo estaba lleno de agujeros como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno muy grande, donde bien podía caber el dedo del corazón.
      Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen resultado para que mi padre me reconociera.
      —Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose— ¿Ve aquella loma que parece vejiga de puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié para allá. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala. Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
      —No me acuerdo.
      —¡Váyase mucho al carajo!
      —¿Qué dice usted?
      —Que ya estamos llegando, señor.
      —Sí, ya lo veo. ¿ Qué paso por aquí?
      —Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.
      —No, yo preguntaba por el pueblo, que se ve tan solo, como si estuviera abandonado. Parece que no lo habitara nadie.
       —No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie.
      —¿ Y Pedro Páramo?
      —Pedro Páramo murió hace muchos años.

lunes, 26 de octubre de 2015

POESÍA. "Análisis del sufrimiento". Carlos Bousoño (1923-24 octubre 2015)

Carlos Bousoño

Análisis del sufrimiento
                                                                                      A José Olivio Jiménez.

El cruel es un investigador de la vida,
un paciente reconstructor, un objetivo relojero, un perito
que quisiera conocer la existencia,
el secreto de la vida que en el sufrimiento se explora.

El amante de la sabiduría está listo
para su operación delicada.
Y la materia del análisis queda
a su merced: un hombre sufre.

Horrible es conocer la verdad, y el miserable hallazgo
destruye a quien lo obtiene,
pues nadie en otro pudo ni podrá nunca conocer hasta el fondo
en su verdad palpable, sin morir,
la vida misma revelada.

Sin embargo, es muy cierto
que el sufrimiento expresa
al hombre, aunque lo arruina,
porque tras la experiencia dolorosa
es otro hombre el que nace, al conocerse,
y conocer el mundo.

No siempre, ciertamente,
puede quien ha sufrido
resistir todo el peso de su sabiduría.
Alguno nunca vuelve
a la vida, pues es difícil ser
tras la vergüenza de haberse así sabido.

Otros viven, mas rota
su dignidad en la infamia
que todo dolor es,
indignamente
prosiguen, y una mueca
es su gesto, su hábito.
Hay quien asume
de otro modo el dolor,
la concentrada reflexión que todo dolor es.

Tras la meditación espantosa, el hombre puede oír,
palpar, ver,
y conocerse y ser entre los hombres.

Y he ahí como el cruel se equivoca
en su filosófica labor, porque sólo quien sufre,
si acaso lo merece,
logra el conocimiento que el cruel buscara en vano.

Conoce aquel que sufre y no el que hace sufrir,
éste no sobrevive a su conocimiento,
y aunque tampoco el otro muchas veces
puede sobrellevar esa experiencia
terrible, logra en otras
escuchar sorprendido
el más puro concierto,
la melodía inmortal de la luz inoíble,
en el centro mismo de la humana miseria.

sábado, 24 de octubre de 2015

ARTÍCULOS PERIODÍSTICOS. "El oficio bibliotecario". Daniel Innerarity

El oficio bibliotecario

Los relatos agudizan el estereotipo de personas solitarias y de simpatía escasa. Si los bibliotecarios cedieran a la tentación de leer, no harían lo que deben hacer

Imagen de la biblioteca Eugenio Trías, en el parque del Retiro de Madrid. / LUIS SEVILLANO
A Jone Lajos
En un época de austeridad preguntarse para qué sirve un bibliotecario tiene inevitablemente aires de amenaza. El mero hecho de plantear esa pregunta parece el preámbulo de algún recorte. Pienso, por el contrario, que la mejor defensa que puede hacerse del propio oficio, cuando la aceleración de las cosas amenaza con volverle a uno completamente inútil, consiste en descubrir qué puede hacerlo necesario en las nuevas circunstancias.
Por lo demás, tratándose de un oficio tan antiguo, no tiene nada de extraño que quienes trabajan como bibliotecarios y bibliotecarias se vean asediados por una perplejidad paralela a las transformaciones que han ido experimentando las propias bibliotecas: han sido sacerdotes, soldados, funcionarios, almacenistas, virtuosos de las nuevas tecnologías... Los bibliotecarios han tenido que ir reinventado su oficio en múltiples ocasiones. El creador de la biblioteconomía como ciencia moderna en el siglo XIX fue un trabajador reconvertido, Martin Schrettinger, un ex monje benedictino que pasó del convento a la Bayerische Staatsbibliothek (una biblioteca en las que, por cierto, tantas horas pasé siendo estudiante). El problema al que tuvo que enfrentarse era algo más serio que un cambio de hábitos y destino personal; se trataba de que el tamaño de las bibliotecas las estaba convirtiendo en algo inútil. A él se debe la invención del catálogo, la idea de que un libro debía poderse encontrar en el menor tiempo posible lo que, en última instancia, posibilitaba la transformación de un museo en una verdadera biblioteca.
Hace unos años Anne-Marie Chaintreau y Renée Lemaître estudiaron el modo como las bibliotecas y sus profesionales eran reflejados en la literatura y el cine modernos. Un repertorio estable de palabras, imágenes, juicios, comparaciones parece surgir automáticamente en cuanto se muestra una biblioteca o se pone en escena un bibliotecario, ciertos rasgos elementales que funcionan como signos de identificación y reconocimiento. Los novelistas tienen una cierta tendencia a exagerar los defectos más que las cualidades en figuras como los médicos, los juristas, los curas o los funcionarios. Los bibliotecarios no son una excepción. Pues bien, la mayor parte de los relatos agudizan el estereotipo que hace de las bibliotecas lugares aburridos y a sus empleados personajes secundarios, con moño o calva (según el sexo), casi siempre con gafas, solitarios y de simpatía más bien escasa. Los hay expertos en clasificación que se transforman en obsesos del orden, catalogadores que se hacen maníacos de la ficha, otros cuya memoria prodigiosa les hace parecer locos cuando recitan de memoria lugares complejos, hay quien es acusado de no hacer nada útil porque se limita a leer... El justo medio no ha sido nunca ni pintoresco ni novelable y a las exageraciones se les saca un mayor partido narrativo.
Los relatos que tienen lugar en las bibliotecas han experimentado una cierta evolución: en muchos de ellos las bibliotecas dejan de ser lugares oscuros y cerrados, destinados únicamente a la meditación, y se convierten en lugares propicios a la aventura y la intriga. El amor y el crimen penetran en las salas de lectura y perturban la atmósfera rancia de la erudición; de lugares que remiten al pasado pasan a ser puntos de partida de sueños extraordinarios y futuristas; los bibliotecarios timoratos y pusilánimes terminan convirtiéndose en detectives... Pero no deberíamos dejarnos engañar, porque si el cine los ha convertido en escenarios de trepidantes acciones es porque habitualmente no lo son y están destinados a todo lo contrario, a fomentar tan sólo la aventura de la reflexión, que a la mayor parte de la humanidad le dice más bien poco. El fenómeno literario de hacerlas lugares emocionantes no hace otra cosa que subrayar su carácter habitualmente aburrido, como espacio donde no se crea sino que se recoge la creación de otros, donde no pasa nada ni se decide nada importante.
Pero el rasgo que más destacaría del actual oficio bibliotecario es que sean capaces de sobrevivir en medio de una concentración tan grande de estímulos que invitan a leer. Si cedieran a la tentación de leer, no harían lo que deben hacer. Los usuarios de bibliotecas miramos a los bibliotecarios como los golosos a los pasteleros, preguntándonos cómo estos últimos pueden mantener esa indiferencia respecto de los dulces para no sucumbir ante ellos. Si no les corresponde leer, menos aún están obligados a opinar sobre la verdad o el error que los libros puedan contener. Anatole France, que fue un gran escritor y un gran bibliotecario, consideraba que el bibliotecario sólo puede mantenerse cuerdo entre tantos libros que se contradicen si no piensa, si es capaz de "vivre catalogalement”.
Esa indiferencia no ha sido siempre bien entendida y a veces puede ser vista como si en el fondo de la profesión bibliotecaria hubiera una cierta hostilidad, hacia los libros y hacia los lectores. Probablemente este sea el origen del tópico que considera al bibliotecario como un ser maniático que crea voluntariamente sistemas complejos para hacer inaccesibles los volúmenes o para acreditar su poder sobre los lectores y sobre los libros.
Cuando yo era estudiante circulaba entre nosotros el reproche de que las bibliotecarias y los bibliotecarios estaban ahí para dificultar el acceso a los libros y por eso resultaban casi siempre personas gruñonas. En aquella maledicencia había un punto de verdad. Que facilitaban el acceso era una evidencia, pero que nos lo impidieran ocasionalmente parecía una rareza o un abuso de autoridad. Con el paso del tiempo he ido comprendiendo que interponer esas dificultades para hacerse con un libro formaba parte de la nobleza de su oficio; dificultaban el robo, las pérdidas, el préstamo ilimitado o el maltrato de los libros, pero su escasa generosidad también podía entenderse como una estrategia para protegernos del exceso de libros. Hay una contradicción en el oficio bibliotecario, un equilibrio inestable que siempre me ha parecido digno de admiración: conseguir que los libros sean asequibles y protegerlos del daño que pueden causarles sus lectores. Pero hay otra aparente contradición que todavía resulta más extraña, seducidos como estamos por la posibilidad de que el mundo se organice sin mediaciones: están al servicio de la accesibilidad, pero para hacerla real tienen que reducir su alcance. Cuando un bibliotecario o una bibliotecaria alejan o esconden ciertos libros para que otros nos resulten más accesibles, cuando seleccionan, destacan o recomiendan, formalmente están haciendo algo muy parecido a lo que pretendieron los enemigos de los libros, pero así consiguen lo contrario que aquellos fanáticos: protegen el libro de los saquedores y nos protegen a nosotros de su excesiva cantidad.
El 24 de octubre se celebra el Día de la Biblioteca

viernes, 23 de octubre de 2015

FRAGMENTOS LITERARIOS. Principio de la novela "El mar" (2005), de John Banville


   Este es el principio de la novela:


   Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando alturas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. El casco oxidado del carguero que permanecía encallado en la otra punta de la bahía desde tiempo inmemorial debió de pensar que iban a volver a botarlo. Después de ese día yo no volvería a nadar. Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían, aquel día, una blancura antinatural, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más.
Alguien acaba de caminar sobre mi tumba. Alguien.

   El nombre de la casa es los Cedros, desde hace mucho. Un bosquecillo de esos rígidos árboles, de color marrón simio y hedor alquitranado, los troncos formando una maraña de pesadilla, crece aún en la margen izquierda, delante de un césped descuidado, y llega hasta la gran ventana en curva de lo que solía ser la sala de estar, pero que la señorita Vavasour prefiere denominar, en su argot de patrona, el salón. La puerta principal queda al otro lado, y se abre a un cuadrado de gravilla manchado de gasoil que queda detrás de la verja de hierro, que aún está pintada de verde, aunque el óxido ha reducido sus puntales a una trémula filigrana. Me asombra lo poco que ha cambiado en los más de cincuenta años transcurridos desde la última vez que estuve aquí. Me asombra, y me decepciona, e incluso diría que me aterra, por razones que se me hacen oscuras, pues ¿por qué iba a desear algún cambio, yo, que he vuelto para vivir entre los escombros del pasado? Me pregunto por qué construyeron así la casa, de lado, encarando a la carretera un muro sin ventanas de enlucido granuloso; quizá antiguamente, antes del ferrocarril, la carretera tenía una orientación completamente distinta, y pasaba directamente justo delante de la puerta de delante, todo es posible. La señorita V. se muestra imprecisa con las fechas, pero cree que, el siglo pasado —quiero decir, el siglo antes del anterior, todo esto de los milenios me está confundiendo—, aquí se construyó una casita de madera, a la que luego se le fueron haciendo añadidos de manera caprichosa a lo largo de los años. Eso explicaría el aspecto heterogéneo del lugar, con pequeñas habitaciones que dan a otras más grandes, y ventanas que dan a muros lisos, y techos bajos por todos los lados. Los suelos de pino tea le dan una nota náutica, al igual que mi silla giratoria con respaldo de listones. Me imagino a un viejo navegante dormitando junto al fuego, viviendo por fin en tierra, y la tormenta invernal haciendo vibrar los marcos de las ventanas. Quién pudiera ser él. Haber sido él.
   Cuando estuve allí, hace todos esos años, en la época de los dioses, los Cedros era una casa de verano que se alquilaba por quincenas o por meses. Cada año, durante todo el mes de junio, un médico rico y su familia numerosa y escandalosa la infestaban —no nos gustaban las sonoras voces de los hijos del médico, se reían de nosotros y nos tiraban piedras protegidos por la infranqueable barrera de la verja—, y después de ellos llegaba una misteriosa pareja de mediana edad que no hablaba con nadie, y que, con aspecto triste, en silencio, paseaban a su perro salchicha cada mañana a la misma hora por la calle de la Estación hasta la playa. Para nosotros, agosto era el mes más interesante en los Cedros. Era el mes en que los inquilinos eran diferentes cada año, gente que venía de Inglaterra o del Continente, alguna pareja de luna de miel a la que intentábamos espiar, y de vez en cuando una compañía de teatro itinerante que viajaba con todo el equipo, y que representaban alguna función vespertina en el cine del pueblo, de chapa. Y luego, aquel año, llegó la familia Grace.
   Lo primero que vi de esa familia fue su coche, aparcado en la grava, traspasada la verja. Era un coche de techo bajo, un modelo negro abollado y lleno de arañazos con asientos de cuero beige y un enorme volante de madera con radios. Libros de cubiertas descoloridas y con las esquinas dobladas estaban tirados de cualquier manera sobre el estante que había bajo la ventanilla trasera, inclinada al estilo de los coches deportivos, y se veía un mapa turístico de Francia, muy usado. La puerta principal de la casa estaba abierta de par en par, y dentro, en el piso de abajo, pude oír voces, y desde el piso de arriba me llegó el ruido de unos pies descalzos correteando sobre las tablas del suelo y de una chica riendo. Me había parado junto a la verja, escuchando sin disimulo, y de repente un hombre con una copa en la mano salió de la casa. Era de baja estatura y con un cuerpo desproporcionado, todo hombros y pecho y una gran cabeza redonda, y el pelo, muy corto, lo tenía ondulado, negro y brillante, con prematuras mechas grises y una barba negra y puntiaguda también agrisada. Llevaba una camisa verde y holgada sin abotonar, pantalones caquis e iba descalzo. Estaba tan bronceado por el sol que la piel tenía un matiz morado. Me di cuenta de que incluso tenía los pies morados en el empeine; según mi experiencia, la mayoría de padres eran de un blanco de leche por debajo de la línea del cuello de la camisa. Dejó el vaso —ginebra de un azul suavísimo y cubitos y una rodaja de limón— formando un peligroso ángulo sobre el techo del coche y abrió la puerta del copiloto y se inclinó para meter la cabeza y buscar algo bajo el salpicadero. En el piso de arriba de la casa, que no podía ver, la chica volvió a reír y soltó un grito medio desaforado, medio gorjeo de falso pánico, y de nuevo se volvió a oír el sonido de los pies que correteaban. Jugaban a perseguirse, ella y el otro sin voz. El hombre se enderezó y cogió el vaso de ginebra que tenía encima del techo y cerró de un golpe la portezuela. Fuera lo que fuera lo que había estado buscando, no lo había encontrado. Mientras regresaba a la casa me vio y me guiñó el ojo. No lo hizo al estilo habitual de los adultos, con esa mezcla de condescendencia y superioridad. No, fue un guiño de complicidad, masónico casi, como si ese momento que nosotros, dos desconocidos, habíamos compartido, aunque por fuera careciera de importancia, de contenido incluso, poseyera no obstante un significado. Sus ojos eran de un azul extraordinariamente claro y transparente. Volvió a entrar en la casa, comenzando a hablar incluso antes de haber cruzado el umbral.