domingo, 28 de febrero de 2016

FRAGMENTOS LITERARIOS. Primeras páginas de la nueva novela de Mario Vargas Llosa

El secreto de ‘Cinco esquinas’

Mario Vargas Llosa regresa a una Lima oprimida bajo el yugo dictatorial. Este es un adelanto de la nueva novela del Nobel de Literatura

Una imagen del barrio limeño de Cinco Esquinas.
Una imagen del barrio limeño de Cinco Esquinas. 






NOTICIAS LITERARIAS. Cata de libros


Pasa del vino, lo último son las catas de libros



Hay cuentos que tienen un final amargo, poemas que entran suave en boca, pero con un retrogusto de semanas, y también hay novelas cuyo buqué es capaz de transportarnos, en un segundo, al otro lado del mundo. La literatura sabe, huele, se mastica y hasta, a veces, se escupe. Por eso, lo último es catarla. Como con el vino. Y con vino, por cierto.
El artífice de tan intrincada sinestesia, Eitan Felner prefiere la denominación anglosajona, book tasting, para referirse a estos encuentros entre lectores. Ojo, importante no confundirlo con un club de lectura: "Aquí no se viene a hablar de libros, sino a que los libros nos hablen a nosotros".
La experiencia consiste en descubrir nuevas lecturas de boca de otros apasionados de lo escrito. Pero no vale cualquier cosa, también hay normas. "Se elige un tema de antemano y cada uno trae un texto que le haya emocionado y quiera compartir con los demás", explica Felner. Todo aderezado con vino y buenas tapas.
Literatura erótica en un sex shop
Nada queda al azar en el noble arte de catar libros, ni siquiera el escenario. El creador de Book Tasting ha organizado más de 25 degustaciones sobre distintos temas, siempre en relación con el entorno: el placer de la comida se discute mejor en un mercado; la amistad fue la protagonista viendo el atardecer; los recuerdos vinieron a la mente en un clásico ultramarinos; elamor y el desamor llevaron su lucha a un jardín escondido en el centro de Madrid (evidentemente, lo segundo ganó por goleada); incluso la literatura erótica se hizo su sitio en un sex shop, "acompañada de cava y frutas afrodisíacas".
Hoy por hoy, Felner sólo invita a paladear páginas impresas en Madrid, pero ya han sucumbido a este festín de letras Francia, Chile, Buenos Aires, Nueva York y San Francisco. Con la idea de "sacar los libros del armario intelectual", sentarse a escuchar (y a escucharse) fragmentos de obras desconocidas es, cuanto menos, una deliciosa manera de saborear la literatura.

miércoles, 24 de febrero de 2016

CUENTO. GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. "La Ley", de Max Aub (1903-1972)


                              Max Aub

LA LEY

Manuel García Cienfuegos se cuadró a su pesar:
—¿Yo, defensor?
—Sí.
Miró a su comandante con fijeza y arqueó las cejas.
—Y no pongas esa cara de imbécil.
—No he estudiado derecho.
—¿Comercio, no?
—Unos años; otros medicina. Pero soy perito agrónomo.
—Lo que eres es capitán. Y vas a defender a esos individuos.
—Nos ha amolado…
—Ahora sí, te cuadras, das media vuelta y te vas. Tienes un par de horas para estudiar el sumario. Te advierto que estoy obrando con todas las de la ley. Puedo nombrar defensores de oficio, escogiéndolos entre los oficiales, si faltan letrados.
—Como quieras. Salud.
Manuel saludó, se encogió de hombros y salió de la cocina de la masía, que era —desde hacía tres días— puesto de mando del batallón.
Afuera no se veía ni gota; noche de noviembre cerrada y el agua, cayendo mansamente, sin repiqueteo, aumentaba el silencio y el espesor de la oscuridad. Se envolvió en su poncho y, a tientas, se fue hacia la techumbre que resguardaba la paja sobre la que dormía.
«Nos ha fastidiado el gordo ese. ¿Qué se ha creído? ¿Que para despachar a esos dos al otro mundo tiene necesidad de fastidiar a los demás?».
Desechó la mala intención, que fue una de las cosas que primero se le ocurrieron. ¿Por qué? No, Santiesteban no la tenía tomada con él, ni los presos eran particularmente amigos suyos; lo cual podía justificar el que se le hubiese escogido por defensor de su causa perdida. No: la casualidad, el primer nombre que se le debió ocurrir entre los agregados al Estado Mayor.
Llevaban dos semanas de retirada y a aquellos dos imbéciles se les había ocurrido pasarse al enemigo. No eran los primeros, ni serían los últimos. Pero lo hicieron tan mal…
Desertores cogidos in fraganti, el resultado del consejo de guerra no podía dejar lugar a dudas, pero había que cumplir con las formalidades de rigor. (¿De rigor? —se preguntaba Manuel—. Hay palabras que ni pintadas…). El paripé: los jueces, el fiscal, el defensor. El defensor era él. Había hecho muchas cosas en su vida, y pensado ser muchas, pero eso de verse convertido en abogado nunca se le había ocurrido. Además, ¿defender a unos desertores? «¿Entonces, qué? ¿Voy a tener que identificarme con su manera de ser, con su manera de pensar? Me parece que es lo correcto. ¿De otra manera, cómo podría hacerlo? ¡Qué sumario ni qué narices! Lo que debo hacer es hablar con ellos».
—Oye tú, Germán, déjame tu lámpara.
Los tenían encerrados en una porqueriza. El uno se llamaba Primitivo Ramírez, el otro Domingo Soria. Primitivo era cocinero. Domingo había llegado con la última remesa de movilizados. Era un hombre de treinta y cinco años que ya peinaba canas, chato, taciturno y malhumorado, alto, cargado de hombros; con su media nariz subrayada por un bigote regularmente poblado, el hablar quedo y tamañas manazas. Agente de aduanas, hijo de familia sin familia: tíos y gracias, pero la mitad de las acciones de la empresa era suya; agencias en Port Bou y en Irún, despachos en Barcelona, en Bilbao, en Madrid, en Valencia. Un buen negocio, saneado, sin preocupaciones, fundado en 1882.
Solía vivir en Barcelona, pasar los veranos en San Sebastián y, al socaire de la Concha, examinar el estado de cuentas de las agencias próximas. Tenía amigos, ninguno íntimo; amigas, ninguna querida. Se guardaba y resguardaba de todo, y una manía: los seguros. Estaba asegurado y contraasegurado de y contra todo. Nunca le había sucedido nada: nadie le robó, nunca se le incendió su automóvil. Pero vivía tranquilo: la sociedad y las sociedades le resguardaban. Además, obtenía condiciones muy ventajosas, porque la índole de su negocio le obligaba a asegurar las mercancías que pasaban por las manos de sus empleados. Desapercibido, todos le respetaban. Nunca fue nadie como no fuera, como sucedió, soldado de cuota. Y aun en eso tuvo suerte, que salió libre. Era de la quinta del 22 y pudieron haberle enviado a Marruecos. Se libró de todo sin hacer nada. Los hay con suerte, se decía, sintiéndose asegurado.
Le gustaba la ópera y le bastaba con la temporada del Liceo. A Francia iba de cuando en cuando, para que no dijeran, dejando aparte las estancias obligadas en Perpiñán y en Bayona, por aquello del negocio.
Tuvo una aventura con una francesa: divorciada, en Tolosa, que amenazó durar. Cortó por lo sano; no se sentía seguro con una mujer que sólo chapurreaba español con tal de amarrarlo —o así se lo figuró.
De política no se había ocupado nunca, jamás votó, y le tenía sin cuidado lo que le parecía una cosa sin importancia. Mandaran liberales o conservadores, rigiese la constitución o una dictadura, estuviese al frente de la nación un rey o un presidente, lo mismo le daba; ni siquiera el cataclismo de 1936 le hizo tomar partido, hijo que era de castellanos, nacido en Port Bou. Más le importaban las revistas del Principal, pero sin entusiasmo. Había leído alguna novela de Pedro Mata, otra de Alberto Insúa. El mundo era inmutable y los pequeños cambios superficiales no podían afectar, de ninguna manera, la organización secular que le sostenía a él, Domingo Soria, lo único que contaba de verdad en el mundo, además de su razón social: Soria sobrinos, sucesores de Soria hermanos.
Ni la proclamación de la República, ni los sucesos del 34 lograron hacer mella en su seguridad. El negocio seguía invariable, con sus pequeños altibajos en los beneficios, pero siempre suficientes para pagar las primas de sus cuantiosos seguros. Estaba en San Sebastián el 18 de julio de 1936, el 24 en Francia y se presentó en Barcelona el 28. En su oficina, nadie se extrañó al verle llegar. El contable principal se había hecho cargo del negocio, ya socializado. Le ofrecieron un sueldo —quince pesetas— si quería seguir acudiendo al despacho. Aceptó y nadie se metió nunca con él.
Tenía bastante dinero en sus cuentas corrientes para poder seguir viviendo como de costumbre. En el fondo estaba absolutamente seguro de que aquello duraría poco y que, al resolverse la situación, todo volvería a su cauce. Lo mismo le daba que triunfaran unos u otros, y era lo bastante prudente para callarlo. La Victoria, de Berlín, el Crédit Bancaire de Lyon y la London Assurance le hicieron saber que sus pólizas seguían en vigor y que no se preocupara por el pago inmediato de sus primas si surgían dificultades para la salida de divisas.
Cuando el gobierno de la República se trasladó a Barcelona, encontró a un subsecretario amigo que le libró de la movilización afectándolo a un ministerio, al que ni siquiera tuvo que acudir. Sus amistades en la frontera y en Perpiñán le permitían importar víveres, con los que compraba pequeños favores. Los feroces bombardeos de marzo de 1938 le removieron las tripas —con las ruinas a la vista—, pensó que los rebeldes ganarían la guerra. Lo único que le importaba es que fuera cuanto antes. El fervor popular le tenía sin cuidado, pero tampoco quiso afiliarse a una organización clandestina, tal como se lo propuso Ángel Soler, vecino suyo, hombre de edad, de pronto reverdecido por el peligro.
En la segunda quincena de agosto de 1938, todos los que vivían en Barcelona comían casi exclusivamente lentejas. Domingo Soria vio bajar alarmantemente los niveles de su despensa; le tranquilizaba la espera de una buena remesa de víveres que su amigo el subsecretario había de traerle uno de los días siguientes. El 18, fecha que no olvidaría, decidió ir a cenar a un restorán, por entonces floreciente, en un sótano de la plaza de Cataluña. Dinero no le faltaba y el hombre se olía que poco había de valer al entrar las huestes de Franco en Barcelona. Comiendo pescado le sorprendió la policía militar, que andaba a la captura de desertores: faltaban hombres en los frentes. No le valió su nombramiento. Si el subsecretario hubiese estado en Barcelona es evidente que lo hubiera sacado del cuartel donde lo internaron; pero estaba en París y no volvió sino cinco días más tarde cuando ya nuestro hombre estaba en Reus. De allí, una semana después, tras haberle enseñado el manejo del máuser, lo enviaron a Tremp y de allí al frente.
Domingo Soria estaba muerto de miedo, de miedo de que lo mataran. Lo demás le tenía sin cuidado, ni siquiera le molestaban las naturales incomodidades impuestas por la situación. Referente a la comida enseguida había hecho buenas migas con Primitivo Ramírez, bilbaíno gargantúa que se había aferrado desesperadamente a la cocina desde hacía meses, bien visto de todos, porque sabía darle algún sabor a lo más desabrido. Había sido cocinero de buen hotel, que Domingo conocía.
Cuando los fascistas tomaron Bilbao, Primitivo fue a Santander; cuando ocuparon la Montaña, pasó a Asturias, de allí a Francia y luego, aquí estaba, en su fogón. La mujer se había quedado en Bilbao, a punto de parir. Ahora era padre de un niño, que es todo lo que pudo saber. Hablaba poco, y sólo de eso; socialista, porque todos los bilbaínos decentes lo eran.
Huérfano desde que tuvo uso de razón, lo recogió un pariente lejano, portero del hotel Inglés; pinche tan pronto como pudo serlo, su mundo, la cocina. Un universo cómodo. Se casó con una camarera —de Deusto era ella— y fue feliz.
—Militares tenían que ser…
Ahora había vuelto a blasfemar, vicio que Begoña le había quitado en un santiamén, muy de iglesia la moza.
Hasta ahí no le mintió Domingo Soria a Manuel García, en la porqueriza, como no fuera el asegurarle que siempre había sido republicano de pro. Por otra parte, nadie podía probarle lo contrario. Lo de pasarse al otro lado, era otro cuento. Aseguró que nunca fue esa su intención; quedaron rezagados, él y Primitivo, y se desorientaron. ¿A quién no le sucede? ¿Que por qué se quedaron atrás? No es que se quedaran, volvieron; a Primitivo se le habían olvidado unas latas de sardinas, y, en las circunstancias actuales, no era cosa de dejárselas al enemigo.
—¿Es cierto eso?
—Sí, mi capitán —aseguró el bilbaíno, tras dudar un momento.
—¿Cuántas latas eran?
—Tres —dijo el cocinero, sin darse cuenta del despropósito.
—Tres cajas de cincuenta —acudió a corregir el catalán.
Iba a protestar Primitivo cuando, a la luz de la bujía que les iluminaba, vio los ojos de su compañero y se calló.
—Y luego, en vez de irse a reunir con el batallón, se fueron hacia las líneas enemigas…
—Ya le dije que nos desorientamos, mi capitán.
—Si no es porque les sorprendió una patrulla, se pasan…
—No, mi capitán.
—Yo creo que es mejor que me digáis la verdad. Conmigo no os comprometéis, soy vuestro defensor. A ti —le dijo a Domingo— casi no te conozco; pero a ti, cocinero, sí. ¿Querías ver a tu hijo?
—Pues, sí, señor. ¿Y usted cree que nos vayan a fusilar por eso?
—Conocéis las ordenanzas. Pero yo haré todo lo que esté en mi mano.
—Usted es muy amigo del comandante…
—No creas que sirva para gran cosa.
—Pero usted puede alegar que nos perdimos —imploró Domingo.
—¿Quién lo va a creer?
—¿Qué razón tenemos, o tengo yo, para pasarme?
—Tú lo sabrás.
—La mayor parte de mis negocios están en Barcelona y en Port Bou. Además soy muy amigo de…
—Ya me lo has dicho.
—¿Y eso no sirve de nada? Él responderá.
—No creo que de aquí a dos horas se pueda consultar.
—¿No se podría posponer el consejo de guerra?
—No lo creo.
—Inténtelo. Se lo… —iba a decir «se lo agradeceré toda la vida», pero se calló.
Manuel García ni siquiera se preocupó por saber quién había sido el inductor. La cosa estaba clara. Salió encogiéndose del cuchitril y se fue a pasear por el campo. Empezaba a amanecer. Ya no llovía, pero todo el suelo era lodazal. El techo de la masía se recortaba moradísimo en un livor ajenjo. Un árbol, desnudo del invierno, calcaba las raíces de sus ramas en el hálito del día próximo. Dos hombres, encapuchados, chapoteaban alrededor del pozo. Manuel atravesó el patio —el gallinero vacío, la caballeriza vacía— y salió al campo. Cerca del portón, un arado volcado levantaba el filo de su vertedera hacia el cielo preñado de agua.
Una larga alameda atravesaba el llano mundo labrantío. Manuel, sin cuidarse de los charcos, bien protegidos los pies por fuertes botas de campo, no hallaba salida.
«Dos vidas, puñeta, dos vidas y yo su defensor. No es broma. Soy su defensor. Los tengo que defender. ¿Cómo? No soy abogado. ¿Qué sé yo de eso?». «La Ley».
Se le revolvió la sangre contra su comandante. «¿Qué tengo que ver yo con eso?». Pues sí, tenía que ver. Se ciscaba en la guerra. «Matar, bueno, un fusil en la mano, como fuera. Pero defender… ¿Al fin y al cabo no defendía a España contra los vendidos? Pero ¿defender a unos que se iban a pasar? ¿A unos desertores? El catalán ese, no me va ni me viene, pero Primitivo, el Cochinero…».
Se detuvo.
«No. Si de veras quiero defenderlos, me tengo que poner en su lugar. ¿O no? ¿Cómo lo haré mejor? Si fuera abogado es evidente que podría asumir una posición ecuánime, ver las cosas desde fuera, sacar argumentos de la bolsa del derecho. Pero el caso es distinto: si los quiero defender —que no quiero, pero debo—, me tengo que poner en su lugar. Y hacer todo lo que pueda. ¿Y qué puedo hacer?».
No se le ocurría nada, como no fuese echar pestes del comandante.
«¿Por qué me había de tocar a mí la defensa? Y a esos dos me los van a fusilar ahí, contra la tapia. Dos seres vivos, ni mejores ni peores que yo. ¿Por qué se dejaría embaucar Primitivo por el tipo ese? Y ese Domingo del demonio… Tampoco parece mala persona. A lo mejor, al intentar pasarse los hubieran frito a tiros. Dos más a los gusanos ¿qué importancia tiene? Ninguna. Lo único es que los tengo que defender. Y Primitivo… ¿Qué hago? ¿Doy por bueno eso de que se despistaron? Lo de las sardinas no se lo va a creer nadie. ¿Me limito a pedir benevolencia al tribunal, sabiendo que no hará caso? No, puñeta, yo soy defensor, abogado defensor. ¿No es para reírse? No, no es para reírse. Son dos vidas».
Y le salían los tacos en retahíla. Además, se le helaban los pies. Ya casi era de día. El pardo de la tierra cobraba su color. De las ramas desnudas caían algunas gotas, una se le metió por el pescuezo y le produjo un escalofrío. El deseo de una taza del llamado café caliente le hizo más punzante la presencia mortal de Primitivo.
Hizo cuanto pudo. El consejo de guerra se reunió en el granero. Manuel se sorprendió de su propia elocuencia. Resultó que no tenía que defender a Primitivo, sino únicamente a Domingo Soria. La defensa del cocinero fue encargada a otro capitán que se limitó a pedir clemencia, dados los antecedentes del inculpado. Ni la parquedad del uno, ni la insistencia de Manuel García sirvieron para nada. Los hechos eran claros y la sentencia sin remedio.
Fue el defensor a pasar los últimos momentos con su defendido; cada uno de los condenados tenía ahora una porqueriza para él solo. A Manuel le había entrado un verdadero afecto por aquel hombre que iba a morir un poco por azar. («Si yo no hubiese ido a cenar aquella noche al restorán aquel de la plaza de Cataluña…». «Si el subsecretario hubiera estado en Barcelona…»). Hablaron de la ley, de lo inexorable de la guerra, de la disciplina. Enhebraron lugares comunes: la Ley, las leyes, sin leyes no se puede vivir. Hay que respetarlas. Es la norma de las cosas. El bien de todos.
Manuel se preguntaba si no estaba desvariando. No. Tenía razón. La Ley. Tal vez aquel hombre comprendía que su sacrificio era legal y aquello aplacaba sus nervios.
—¿Usted no sabe nada de seguros de vida?
—No. Francamente no. Siempre creí que se trataba de un engañabobos.
Domingo Soria defendió los seguros de vida. Pero ahora no sabía si su muerte —la clase de muerte que la suerte le deparaba— entraba en las cláusulas de sus pólizas. Y no las tenía a mano. Encargó a su defensor que entrara en posesión de las mismas, tan pronto como fuera a Barcelona, e hiciese cuanto le pareciera prudente. Así se lo prometió Manuel.
Se sorprendía de la tranquilidad del futuro muerto. En el fondo, estaba satisfecho de su comportamiento, del suyo, del de Manuel García Cienfuegos, y de lo bien que había hablado y sobre todo del acierto que había tenido, ahora, al traer a colación la ley y su inexorabilidad, sustento del mundo. Se daba cuenta de que, por instinto, había dado en el único —¿el único?— clavo sedante para su defendido. ¿Por qué no estudiar leyes al acabar la guerra? Desde luego era una barbaridad matar a un hombre por un hecho tan nimio como ese intento fallido de pasarse al enemigo. Bueno, pero ese era el punto de vista del ciudadano Manuel García, perito agrónomo. No el del capitán García Cienfuegos, menos todavía el del abogado, Manuel García Cienfuegos.
De buen grado hubiese insistido acerca de ello, si el tiempo no fuera pasado. Domingo le entregó su pluma estilográfica, su reloj y su cartera, con encargo de hacerlos llegar a sus socios. Le regaló su encendedor, en prueba de agradecimiento. El hombre no flaqueaba.
—No se preocupe, capitán, es la Ley.
La Ley que había respetado toda su vida.
—Usted hizo cuanto pudo. Se lo agradezco.
Lo sacaron al campo y, mientras se procedía a las formalidades de rigor, Manuel se acercó a su comandante.
—Oye, tú. ¿No habría manera de aplazar la ejecución? Es una persona decente.
—Por lo visto, has tomado tu nuevo oficio muy en serio.
—Si quieres. Pero, de verdad…
—A lo tuyo.
No tenía sino resignarse. No era contra la tapia, sino en pleno campo. Ya estaba formado el pelotón: cinco hombres, que no había más disponibles. El pobre Primitivo no se tenía. Manuel, que marchaba al par que Domingo, sintió cierto orgullo por la entereza del condenado, del suyo.
Marcial mandaba al pelotón.
Eso lo hizo reconciliarse a medias con el comandante. No por dar las órdenes, sino por aquello del tiro de gracia. (¿De gracia?). Podía haberle tocado a él. Prefirió su papel. Pero, de verdad, ahora que se acercaba el momento de la descarga y de la muerte de Domingo Soria, no las tenía todas consigo.
Echaba pestes de la guerra. ¿No era suficiente matar a los enemigos declarados?
El campo se abría, desolado y asolado. Ahora habían cobrado cuerpo unos cuantos setos que separaban diversas heredades.
Quién sabe por qué, a esa hora triste, el campo no parecía tener fin. La tierra era plana y el sol, invisible, estaba fijo. No habría otra noche. O, mejor, la noche ya había caído para siempre sobre Domingo Soria, y él tenía culpa en parte, en parte muy exigua, pero la tenía.
No los ataron, ni les vendaron los ojos.
—Apunten…
Domingo Soria echó a correr como un desesperado, como un conejo.
—¡Fuego!
Todos los del pelotón apuntaron a Primitivo, que no se había movido. Cayó blandamente.
Manuel García Cienfuegos, como un loco, echó a correr tras Domingo, desenfundó su pistola y vació todo su cargador contra el fugitivo. Domingo, más ligero, se perdió tras los setos.
A Manuel se le revolvía la sangre. ¿Para eso tanto respeto por la Ley? Estaba condenado, ¿no? ¡Pues a morirse como los hombres!
El comandante le miraba asombrado.
—¿Por qué no disparasteis contra él?
—Estabas tú entre el pelotón y el fugitivo.
—Pero, la Ley…
Se calló, miró a su superior, sonrió:
—Cómo cambian los hombres…
—No lo sabes bien.

NOTICIAS LITERARIAS. Novela negra. Entrevista a Élmer Mendoza


Élmer Mendoza: “El género amplía fronteras al ritmo de los delincuentes”

Referente de la narcoliteratura, el autor afirma que "la novela negra se desarrolla según los delincuentes afinan sus métodos"

Antonio Manzini.
Élmer Mendoza
Élmer Mendoza (Culiacán, México, 1949), catedrático de literatura y miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua, logró convertirse en referente de la narcoliteratura con su primera novela,Un asesino solitario, en 1999. Es dramaturgo y cuentista, pero se le conoce sobre todo por sus thrillers y por su labor promotora de la lectura y su contribución a la formación de escritores. Mendoza, que responde a esta entrevista por correo electrónico, ha publicado, entre otras, las novelas El amante de Janis JoplinEfecto Tequila,Cóbraselo caroNombre de perro y El misterio de la orquídea calavera.
PREGUNTA. ¿Hay una nueva novela negra?
RESPUESTA. No es un género demasiado rígido, de tal suerte que trata el universo del delito que es amplio y propositivo, quizá más de lo que los novelistas esperamos. Esa amplitud es una lagaña que impide ver si hay una nueva novela negra; sin embargo, cuando se elimina el género ya creció. Para mí es un género innovador, justamente por eso es amplio y se adhiere a las novedades estilísticas con saciedad. Crece con el arte de la posibilidad.
P. ¿Ha ampliado fronteras, temas?
R. Claro, la novela negra se desarrolla según los delincuentes afinan sus métodos. Los delitos que resolvía Marlowe nada que ver con los de Filiberto García de El complot mongol o los que resuelven Bevilacqua y Chamorro. Los temas se han ampliado, del delito tipo tragedia griega al narcotráfico, la corrupción o espionaje industrial. Creo que los autores son más cuidadosos en cuestiones de estilo y eso implica una nueva frontera.
P. ¿Ha dado un salto de calidad?
R. Percibo que sí, los autores se toman su tiempo; todos conocemos la incertidumbre de dar por terminado un libro rápidamente; entonces la mayoría se toma su tiempo y cuida más los puntos finos del discurso. Desde luego, la calidad es superior. Los modelos de calidad, al menos en este tiempo, los establecen los escritores que no tienen prisa. Deciden un estilo y lo consiguen.
P. ¿Está influida por el lenguaje cinematográfico su literatura?
R. Sí, los recursos del cine son impresionantes. Mientras nosotros aportamos expresiones lingüísticas ellos nos comparten efectos. Afectar una conducta psicológica en este tiempo no es fácil, entonces en una película puede estar la clave. Además, el cine ha contribuido a formar una nueva memoria en el lector que los escritores podemos utilizar: La voz del Padrino, por ejemplo, o las gemelas de El Resplandor que están en todos los pasillos de los viejos hoteles del mundo. Para mí el cine es una fuente de ideas casi tan importante como el bar Don Quijote.
P. ¿Cabe la fantasía, la historia?
R. Cabe todo, son novelas totales. Todos somos hijos de Cervantes. Lea a Fred Vargas.
P. ¿Es un género social?
R. En la medida que trata de delitos reales, posee gran fuerza social. La novela negra es un divertimento que mantiene al lector en vilo. No es ingenua, es rara la que se inventa el delito central. Señala debilidades en la aplicación de la justicia e insiste en la esperanza de que un mundo mejor será aquel en que estemos conscientes de nuestras corruptelas, violaciones a las leyes y falta de respeto a los seres vivos, humanos o animales.
P. ¿Cómo definiría su estilo?
R. Mi estilo es el arte de la posibilidad. Empieza por no restringir el lenguaje y corrijo para que el discurso se escuche. Voy directo al plexo solar del lector y estimulo su memoria de tal suerte que se convierte en compañero emocional de mis personajes. En una atmósfera de sexo no me extraña que él o ella sean los que terminen empernados.
P. ¿Cuáles son sus referentes?
R. Leo a mis colegas y aprendo de ellos lo que debo hacer y lo que no. Algunos los estudio. Todos los días acudo a mis maestros con mis preguntas: Batya Gur, Fernando del Paso, Dashiell Hammett, Juan Rulfo, Manuel Vázquez Montalbán, James Joyce, Rubem Fonseca. Converso algunos minutos y aunque pocas veces entiendo sus respuestas, trabajo como si fuera un experto en todas las técnicas y conociera todas las historias.