viernes, 12 de febrero de 2016

CUENTO. GUERRA CIVIL ESPAÑOLA. "Las enseñanzas", de Juan Eduardo Zúñiga





Juan Eduardo Zúñiga



Las enseñanzas

Arreciaba el frío en las calles vacías, se pegaba a las ropas y ponía en la cara agudos pinchitos que hacían lagrimear los ojos; sin embargo, la madre y el hijo seguían adelante, sujetando en el cuello el cierre de los abrigos y protegiéndose de que un mal aire no llegara donde los latidos fuertes descubrían cierta incertidumbre de encontrar o no la casa del profesor que les habían dicho estaba en la calle de Blasco Ibáñez.
Delante de una casa que se destacaba por ser más alta que las demás del barrio y por tener unos carteles en los balcones, había un grupo grande de hombres y mujeres, parecían muy jóvenes, con caras sonrientes casi tapadas por los gorros y las bufandas y las chicas con pañuelos a la cabeza, y entre ellos, alguno con ropa de soldado, y todos miraban hacia el portal y hablaban entre sí con voces fuertes, y en seguida gritaron vivas y hubo aplausos y se oyó un «Viva Rusia» que fue coreado y que la madre y el niño escucharon sin comprender lo que era aquello; se habían parado cerca porque les pareció que repartían algo de comida, un suministro espontáneo de los que a veces organizaba el Socorro Rojo si les llegaban unos sacos de arroz o lentejas, pero pronto vieron que no daban nada y el niño miró a la madre preguntándole con los ojos y ella hizo un gesto de no saber.
Cruzaron tres calles y, por fin, encontraron la casa y, efectivamente, a un lado de la puerta había el letrero «Escuela», pero no aparecía la palabra «Gratuita»; le habían dicho a la madre que así era y ante la duda vaciló en llamar, siguió con los ojos los bordes de la puerta maltratados, calculando lo que le podrían pedir por las clases, pero acabó por apretar el timbre y esperó hasta que abrió un hombre alto, de bastante edad pero no viejo, aunque tenía el pelo blanco, y vestía un mandilón de color azul marino.
La madre le preguntó con timidez, sin decir claramente lo que deseaba, pero el hombre les hizo pasar y cerró la puerta cuando entraron. Escuchó a la madre y miró al niño, que, a su vez, le miraba, atento e intimidado, y éste luego pasó sus ojos por la clase vacía, con unas filas de pupitres oscuros, sucios, sobre los que había clavados en las paredes mapas y un canelón con letras, y encima de la mesa, en la que se apoyaba de espaldas el profesor, veía el retrato de un hombre con barba blanca.
No había que pagar nada, sólo que el niño debía acudir con un delantalito que se pondría encima de la ropa de abrigo porque la clase era muy fría y todos tenían sabañones en las manos, que bien se veían cuando cogían el lápiz para ir escribiendo, Al oír lo cual ella dijo que iba bien abrigado con un abrigo nuevo y calcetines de lana que le habían regalado, y entonces el niño bajó la vista a los calcetines y a los zapatos negros, desgastados, y volvió la cabeza hacia su madre cuando ésta decía que él sabía leer y escribir pero que tenía que aprender y estudiar más cosas.
El profesor daba clase de todo lo necesario y también les enseñaba a que se llevaran bien entre sí, que fueran amigos, que no se pegaran, que si era necesario ayudaran a la familia en lo que un niño podía ayudar, que supieran lo que era el trabajo que les esperaba de mayores; también les enseñaba a odiar aquella guerra que sufrían, con tanto como estaba ocurriendo.
Lo malo era que la guerra se había metido en casa, tan cerca el frente, y los aviones causando muertos y casas hundidas, cada día todo empeorando, sin apenas qué comer y un diciembre tan frío, sin leña para encender un poco la lumbre: pues claro que así se llenaban de sabañones los dedos, la madre repetía lo que oía decir a todas horas y accionaba, de pie ante el profesor, el cual movía la cabeza, afirmando, y llevaba sus ojos hacia una de las ventanas por las que se veían las casitas del otro lado de la calle.
El niño, al fijarse en un mapa, deletreó la palabra «Rusia», y entonces tiró de la manga a la madre y cuando ésta se volvió hacia él le señaló el mapa en la pared y murmuró:
—Rusia.
Y esa palabra la oyó el profesor y alzó la cabeza hacia los distintos colores que tenía aquel gran dibujo: en el centro de una mancha verde se leían cinco letras: RUSIA. Encogió los hombros y dijo, sin que apenas se le oyese:
—No me interesa eso.
Y la madre, que se había dado cuenta de lo que el niño señalaba, respondió a aquel gesto:
—Es que ahí fuera estaban gritando «Viva Rusia» —el profesor negó con la cabeza y a continuación afirmó que podía llevar al niño en cuanto preparase el delantal, pero la madre repitió—: Ahí fuera, eran chicos, gritaban eso, sí, gente joven.
El profesor frunció los labios y dijo:
—Nada tengo que ver con esos. Esta es una escuela libertaria.
Salieron del colegio y emprendieron la marcha, callados ambos, como preocupados, y a la madre le pareció que muy lejos se oían las sirenas de la alarma antiaérea, pero al cabo de unos minutos lo que oyó fue el estruendo que se acercaba de muchos aviones volando muy bajo y, en seguida, un terrible estampido que les sacudió, seguido del trueno del bombardeo allí mismo, que hacía temblar el aire y el suelo, que atontaba y ensordecía, e hizo a la madre dar una carrera casi arrastrando al niño y cobijarse en el quicio de una puerta cerrada.
De las casas salían mujeres dando gritos, y aunque se oían voces que decían ¡Al refugio!, se quedaban unos instantes mirando al cielo y señalándolo para luego correr y perderse en el estruendo que había en calles próximas.
Abrazaba al niño, apretándole contra la puerta de madera, protegiéndole con su cuerpo, diciéndole palabras de consuelo para que no se asustase, y contra ellos se agolparon otras dos mujeres, sollozando y gritando cuando se empezaron a oír los primeros disparos de los antiaéreos que estaban en un descampado de Francos Rodríguez.
Todo lo invadió un humo irrespirable como una niebla espesa y áspera que les obligó a taparse las narices con los pañuelos, y tenían que toser para no ahogarse y así esperaron hasta que cesó el estruendo, y entonces la madre y el niño corrieron hacia la parte que parecía más despejada de humo pero sin saber qué hacer, retrocedieron un par de calles, ante ellos los muros se desplomaban y las tejas venían a caer al centro de la calzada. Entonces el niño rompió a llorar desesperadamente, agarrado a la falda de la madre, sin querer andar, y ella le apretaba contra sí, temblorosas las manos.
Entre la nube de polvo, rojizo por los ladrillos rotos, vio que las casitas de Blasco Ibáñez se habían hundido y quedaban sólo algunas paredes en pie con largas grietas y por encima, las maderas del tejado, y hacia allí corrían varias personas, llamando a los que probablemente habían quedado bajo los escombros, y aparecieron otras, desfiguradas, blancas de cal, con heridas en la cabeza y la cara cubierta de sangre.
Señalaban al cielo y gritaban que eran aviones alemanes, veinte aviones enormes que volaban muy bajo; vociferaba un hombre en medio de la calle.
—¡Alemanes, canallas!
Los dos dieron unos pasos, estrechados en un abrazo que les entorpecía el andar, y los dos tosían y decían algo sin saber lo que era y se detuvieron para contemplar los hundimientos sobre los que se cernían nuevas nubes de polvo.
Llegaban hombres corriendo e iban de un sitio a otro, desorientados, pero en seguida empezaron a levantar vigas de madera y cascotes porque debajo se veían un brazo o medio cuerpo, los cuales había que sacarlos tirando de ellos, tan blandos que parecía no haber carne ni huesos bajo las ropas; brazos y piernas se doblaban, igual que si estuvieran desprendidos, y las caras aplastadas no eran ya de persona. Entre dos o tres los transportaban a un lado de la acera y en el suelo los alineaban; si era un niño, sólo uno lo llevaba en brazos y levantaba la cara para no mirar en lo que estaba convertido: todos con las ropas desgarradas, sin calzar, cubiertos de polvo.
En su aturdimiento, la madre quería tapar la cara del niño, taparle los ojos para que no viera aquello, pero no se movían de allí, estaban paralizados, les rodeaban voces, llamadas, nombres que se gritaban una vez y otra.
Llegaron dos coches y en ellos se colocaron a heridos aún con vida y los llantos de las mujeres aumentaban al verlos partir, no se sabía adónde, y a algunas tenían que sujetarlas para que no se acercasen a los sitios en los que se desescombraba porque de vez en cuando un lienzo de pared aún caía o se venía abajo una fila de tejas. Y los hombres del barrio, ya maduros —los jóvenes estaban movilizados—, separaban escombros y resoplaban, impotentes ante montañas de materiales destruidos bajo las que había personas.
—Vámonos, vámonos —dijo por fin la madre, estremecida del frío que aumentaba, y empujó al niño y le forzó a andar, y cuando habían cruzado unas calles, le miró y vio que tenía cal en el pelo y se lo sacudió con el pañuelo y luego le besó; el niño ya no lloraba, pero tenía los ojos muy abiertos, asustados. Pasaron por delante de la casa alta donde hacía un rato vieron a tanta gente frente al portal: ahora no había nadie, los carteles seguían colgando de los balcones pero se habían desgarrado con las explosiones.
Estrechó la mano del niño que llevaba cogida y le dijo:
—No te asustes, ya ha terminado todo, han tirado bombas pero no nos ha pasado nada, vámonos a casa.
Le miró otra vez, le vio muy pequeño, pálido, con su abriguillo nuevo y el pelo revuelto, y exclamó:

—Esto es la guerra, hijo, para que no lo olvides.

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