Juan Eduardo Zúñiga
Las enseñanzas
Arreciaba el frío en las calles vacías, se pegaba a las
ropas y ponía en la cara agudos pinchitos que hacían lagrimear los ojos; sin
embargo, la madre y el hijo seguían adelante, sujetando en el cuello el cierre
de los abrigos y protegiéndose de que un mal aire no llegara donde los latidos
fuertes descubrían cierta incertidumbre de encontrar o no la casa del profesor
que les habían dicho estaba en la calle de Blasco Ibáñez.
Delante de una casa que se destacaba por ser más alta que
las demás del barrio y por tener unos carteles en los balcones, había un grupo
grande de hombres y mujeres, parecían muy jóvenes, con caras sonrientes casi
tapadas por los gorros y las bufandas y las chicas con pañuelos a la cabeza, y
entre ellos, alguno con ropa de soldado, y todos miraban hacia el portal y
hablaban entre sí con voces fuertes, y en seguida gritaron vivas y hubo
aplausos y se oyó un «Viva Rusia» que fue coreado y que la madre y el niño
escucharon sin comprender lo que era aquello; se habían parado cerca porque les
pareció que repartían algo de comida, un suministro espontáneo de los que a
veces organizaba el Socorro Rojo si les llegaban unos sacos de arroz o lentejas,
pero pronto vieron que no daban nada y el niño miró a la madre preguntándole
con los ojos y ella hizo un gesto de no saber.
Cruzaron tres calles y, por fin, encontraron la casa y,
efectivamente, a un lado de la puerta había el letrero «Escuela», pero no
aparecía la palabra «Gratuita»; le habían dicho a la madre que así era y ante
la duda vaciló en llamar, siguió con los ojos los bordes de la puerta
maltratados, calculando lo que le podrían pedir por las clases, pero acabó por
apretar el timbre y esperó hasta que abrió un hombre alto, de bastante edad
pero no viejo, aunque tenía el pelo blanco, y vestía un mandilón de color azul
marino.
La madre le preguntó con timidez, sin decir claramente lo
que deseaba, pero el hombre les hizo pasar y cerró la puerta cuando entraron.
Escuchó a la madre y miró al niño, que, a su vez, le miraba, atento e
intimidado, y éste luego pasó sus ojos por la clase vacía, con unas filas de
pupitres oscuros, sucios, sobre los que había clavados en las paredes mapas y
un canelón con letras, y encima de la mesa, en la que se apoyaba de espaldas el
profesor, veía el retrato de un hombre con barba blanca.
No había que pagar nada, sólo que el niño debía acudir con
un delantalito que se pondría encima de la ropa de abrigo porque la clase era
muy fría y todos tenían sabañones en las manos, que bien se veían cuando cogían
el lápiz para ir escribiendo, Al oír lo cual ella dijo que iba bien abrigado
con un abrigo nuevo y calcetines de lana que le habían regalado, y entonces el
niño bajó la vista a los calcetines y a los zapatos negros, desgastados, y
volvió la cabeza hacia su madre cuando ésta decía que él sabía leer y escribir
pero que tenía que aprender y estudiar más cosas.
El profesor daba clase de todo lo necesario y también les
enseñaba a que se llevaran bien entre sí, que fueran amigos, que no se pegaran,
que si era necesario ayudaran a la familia en lo que un niño podía ayudar, que
supieran lo que era el trabajo que les esperaba de mayores; también les
enseñaba a odiar aquella guerra que sufrían, con tanto como estaba ocurriendo.
Lo malo era que la guerra se había metido en casa, tan cerca
el frente, y los aviones causando muertos y casas hundidas, cada día todo
empeorando, sin apenas qué comer y un diciembre tan frío, sin leña para encender
un poco la lumbre: pues claro que así se llenaban de sabañones los dedos, la
madre repetía lo que oía decir a todas horas y accionaba, de pie ante el
profesor, el cual movía la cabeza, afirmando, y llevaba sus ojos hacia una de
las ventanas por las que se veían las casitas del otro lado de la calle.
El niño, al fijarse en un mapa, deletreó la palabra «Rusia»,
y entonces tiró de la manga a la madre y cuando ésta se volvió hacia él le
señaló el mapa en la pared y murmuró:
—Rusia.
Y esa palabra la oyó el profesor y alzó la cabeza hacia los
distintos colores que tenía aquel gran dibujo: en el centro de una mancha verde
se leían cinco letras: RUSIA. Encogió los hombros y dijo, sin que apenas se le
oyese:
—No me interesa eso.
Y la madre, que se había dado cuenta de lo que el niño
señalaba, respondió a aquel gesto:
—Es que ahí fuera estaban gritando «Viva Rusia» —el profesor
negó con la cabeza y a continuación afirmó que podía llevar al niño en cuanto
preparase el delantal, pero la madre repitió—: Ahí fuera, eran chicos, gritaban
eso, sí, gente joven.
El profesor frunció los labios y dijo:
—Nada tengo que ver con esos. Esta es una escuela
libertaria.
Salieron del colegio y emprendieron la marcha, callados
ambos, como preocupados, y a la madre le pareció que muy lejos se oían las
sirenas de la alarma antiaérea, pero al cabo de unos minutos lo que oyó fue el
estruendo que se acercaba de muchos aviones volando muy bajo y, en seguida, un
terrible estampido que les sacudió, seguido del trueno del bombardeo allí mismo,
que hacía temblar el aire y el suelo, que atontaba y ensordecía, e hizo a la
madre dar una carrera casi arrastrando al niño y cobijarse en el quicio de una
puerta cerrada.
De las casas salían mujeres dando gritos, y aunque se oían
voces que decían ¡Al refugio!, se quedaban unos instantes mirando al cielo y
señalándolo para luego correr y perderse en el estruendo que había en calles
próximas.
Abrazaba al niño, apretándole contra la puerta de madera,
protegiéndole con su cuerpo, diciéndole palabras de consuelo para que no se
asustase, y contra ellos se agolparon otras dos mujeres, sollozando y gritando
cuando se empezaron a oír los primeros disparos de los antiaéreos que estaban
en un descampado de Francos Rodríguez.
Todo lo invadió un humo irrespirable como una niebla espesa
y áspera que les obligó a taparse las narices con los pañuelos, y tenían que
toser para no ahogarse y así esperaron hasta que cesó el estruendo, y entonces
la madre y el niño corrieron hacia la parte que parecía más despejada de humo
pero sin saber qué hacer, retrocedieron un par de calles, ante ellos los muros
se desplomaban y las tejas venían a caer al centro de la calzada. Entonces el
niño rompió a llorar desesperadamente, agarrado a la falda de la madre, sin
querer andar, y ella le apretaba contra sí, temblorosas las manos.
Entre la nube de polvo, rojizo por los ladrillos rotos, vio
que las casitas de Blasco Ibáñez se habían hundido y quedaban sólo algunas
paredes en pie con largas grietas y por encima, las maderas del tejado, y hacia
allí corrían varias personas, llamando a los que probablemente habían quedado
bajo los escombros, y aparecieron otras, desfiguradas, blancas de cal, con
heridas en la cabeza y la cara cubierta de sangre.
Señalaban al cielo y gritaban que eran aviones alemanes,
veinte aviones enormes que volaban muy bajo; vociferaba un hombre en medio de
la calle.
—¡Alemanes, canallas!
Los dos dieron unos pasos, estrechados en un abrazo que les
entorpecía el andar, y los dos tosían y decían algo sin saber lo que era y se
detuvieron para contemplar los hundimientos sobre los que se cernían nuevas
nubes de polvo.
Llegaban hombres corriendo e iban de un sitio a otro,
desorientados, pero en seguida empezaron a levantar vigas de madera y cascotes
porque debajo se veían un brazo o medio cuerpo, los cuales había que sacarlos
tirando de ellos, tan blandos que parecía no haber carne ni huesos bajo las
ropas; brazos y piernas se doblaban, igual que si estuvieran desprendidos, y
las caras aplastadas no eran ya de persona. Entre dos o tres los transportaban
a un lado de la acera y en el suelo los alineaban; si era un niño, sólo uno lo
llevaba en brazos y levantaba la cara para no mirar en lo que estaba
convertido: todos con las ropas desgarradas, sin calzar, cubiertos de polvo.
En su aturdimiento, la madre quería tapar la cara del niño,
taparle los ojos para que no viera aquello, pero no se movían de allí, estaban
paralizados, les rodeaban voces, llamadas, nombres que se gritaban una vez y
otra.
Llegaron dos coches y en ellos se colocaron a heridos aún
con vida y los llantos de las mujeres aumentaban al verlos partir, no se sabía
adónde, y a algunas tenían que sujetarlas para que no se acercasen a los sitios
en los que se desescombraba porque de vez en cuando un lienzo de pared aún caía
o se venía abajo una fila de tejas. Y los hombres del barrio, ya maduros —los
jóvenes estaban movilizados—, separaban escombros y resoplaban, impotentes ante
montañas de materiales destruidos bajo las que había personas.
—Vámonos, vámonos —dijo por fin la madre, estremecida del
frío que aumentaba, y empujó al niño y le forzó a andar, y cuando habían
cruzado unas calles, le miró y vio que tenía cal en el pelo y se lo sacudió con
el pañuelo y luego le besó; el niño ya no lloraba, pero tenía los ojos muy
abiertos, asustados. Pasaron por delante de la casa alta donde hacía un rato
vieron a tanta gente frente al portal: ahora no había nadie, los carteles
seguían colgando de los balcones pero se habían desgarrado con las explosiones.
Estrechó la mano del niño que llevaba cogida y le dijo:
—No te asustes, ya ha terminado todo, han tirado bombas pero
no nos ha pasado nada, vámonos a casa.
Le miró otra vez, le vio muy pequeño, pálido, con su
abriguillo nuevo y el pelo revuelto, y exclamó:
—Esto es la guerra, hijo, para que no lo olvides.
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